Muerte en el meridiano
Por Carlota Suárez
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Con Muerte en el meridiano, Carlota Suárez hace un ácido tributo a Agatha Christie, desviándose del estilo clásico de la famosa autora, pero conservando elementos esenciales, como un misterioso asesinato en un festival literario: el Festival Meridiano Cero, evento que reúne a escritores, editores, traductores y blogueros que se celebra en la encantadora isla de Santa Lucía, una pedanía ficticia de la isla de El Hierro.
Andrea Sabugo, una escritora cínica y descreída, adicta al kétchup y las pipas Churruca, guiará al lector por un mundo literario crítico y competitivo. Con Minerva Novoa, exitosa novelista conocida como la Reina del Crimen, intentará descubrir al asesino de uno de los asistentes al festival. A medida que Andrea y Minerva avanzan en la investigación, se desvelan secretos oscuros y rivalidades intensas entre los participantes. Cada personaje tiene su propio motivo para querer silenciar a la víctima.
Muerte en el meridiano es mucho más que una novela de misterio. Es una reflexión satírica sobre el mundo literario y sus mecanismos internos, explorando temas como el éxito, la envidia y la obsesión por el reconocimiento.
«Una visión irónica sobre el mundo literario con una antiheroína desinhibida y original».
MARÍA ORUÑA
«Una novela negra mordaz, divertida y certera con una resonancia magnética de la trastienda del mundillo literario».
PERE CERVANTES
«Un crimen extraño. Dos peculiares investigadoras. Una crítica mordaz y descarada al negocio literario. Con una prosa directa y ágil, Carlota Suárez consigue descolocar al lector con Muerte en el meridiano».
LETICIA SIERRA
«Carlota Suárez ha llegado para subir el volumen del panorama literario. También para descorcharlo. Su honestidad y deliciosa pluma nos vacían de las mentiras que nos hemos contado sobre quiénes somos verdaderamente los escritores».
MEN MARÍAS
«Con pulso firme y oficio, Carlota Suárez plantea una historia en la que la intriga y el misterio compiten en interés con la reflexión acerca de la literatura y la sociedad literaria y todo ello con unos personajes sólidos e inolvidables».
LAURA CASTAÑÓN
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Muerte en el meridiano - Carlota Suárez
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Muerte en el meridiano
© 2024, Carlota Suárez
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Lookatcia.com
ISBN: 9788410021334
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Cita
Embustera
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo 1
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo 2
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo 3
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo 4
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo 5
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo 6
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo 7
Capítulo XXII
Capítulo 8
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo 9
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo 10
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo 11
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo 12
Catalina
Nota sobre la Isla del Meridiano
Agradecimientos
Para el bizarro, capaz de crear verdades, hacerlas suyas y morir por ellas
El mal nunca queda sin castigo,
pero a veces el castigo es secreto.
AGATHA CHRISTIE
Respiras. Sientes dolor. Será por poco tiempo. La muerte se presenta de súbito, tras la séptima ola.
Olas. Rompen con fuerza. Cerca, muy cerca. Puedes oírlas. Pronto dejarás de hacerlo. Aún estás viva cuando el hombre de las gafas se aproxima. Ha estado allí todo el tiempo. Sigue buscando al escultor.
Lo ves, a través de la sangre que corre sobre tu cara. Se agacha a tu lado. Por un momento, tienes la esperanza de que te socorra. Pecas de ingenua. Como tantas otras veces, en el pasado. Tantas tantas veces…
Él toma la piedra del suelo. Está teñida de rojo. Es tu sangre. No entiendes para qué la quiere. No entiendes por qué la mete en la bolsa. Cuando la oscuridad te engulle para siempre, sigues sin entender.
Embustera
Todo empezó con un adjetivo. El principio es siempre una palabra. Lo que no se dice no es, lo que no se escribe no está. Embustera.
Embustera, porque ya no queda kétchup en la nevera y el bote se compró esta mañana y el kétchup no desaparece solo y los seres mitológicos no existen. Echar la culpa a los trasgos es de niñas embusteras. Embustera.
Embustera, porque no has hecho los deberes de matemáticas y en lugar de confesar que has preferido terminar Agnes Cecilia a pelearte con los catetos, porque es mucho más divertida Maria Gripe que Pitágoras, te inventas una historia sobre ladrones que se llevan el televisor y los gemelos de oro de tu padre y tus deberes de mates. La profe no te cree y te acusa de embustera. Embustera.
Embustera, porque la culebra que nadaba entre tus compañeros de campamento era solo una culebra y no un bebé dragón y los dragones vuelan, pero no existen y las culebras existen, pero no vuelan. Embustera, porque fuiste tú quien sacó la culebra del río y la metió en la piscina. Y la niña de las trenzas casi se ahoga del susto. Embustera.
Me enviaron al despacho del director en más ocasiones de las que puedo recordar. Entonces, yo ya jugaba con el niño muerto, pero su boca solo estaba llena de dientes de leche, muy blancos y separados. También de los otros, que eran grandes y amarillos y estaban demasiado juntos. No había una sola mosca. Ni moscas, ni gusanos ni cuencas vacías, solo dientes. Dientes blancos y amarillos.
Hace tres o cuatro años, el exdirector de mi antigua escuela acudió a la presentación de uno de mis libros. No dejé pasar la oportunidad de corregirle. No él a mí, como entonces, sino yo a él. Maticé: la alumna a la que en tantas ocasiones sentaron frente a su mesa no era una embustera. La niña era —es— escritora. Don Pedro sonrió y asintió con la cabeza.
Envejecer me dio credibilidad. Cre-di-bi-li-dad. Doce letras, cinco sílabas. Tan absurdas, que dan risa. Concejales, ministros y políticos de toda índole y condición, sin ir más lejos, envejecen dando la mano a la mentira. Consumen vidas enteras, propias y ajenas, instalados en el embuste y dudo que sepan qué supone estar al otro lado de la mesa del director. No es su lado de la mesa.
Ahora, que vivo en la ficción y mi trabajo consiste en escribir mentiras y comerciar con ellas, soy más creíble que cuando solo describía el mundo tal y como lo veía. A pies juntillas, ni una mentira, ni un embuste. Y me acusaban de embustera.
I
Me despierta Bob Marley:
Get up, stand up (Stand up for your life),
stand up for your rights (Stand up for your life).
Get up, stand up (Stand up for your life),
don’t give up the fight!
proponiendo que me levante «por mis derechos». Lo increpo por despertarme para perseguir una quimera. Elevo el tono. Casi grito. Le recuerdo que soy blanca, intelectual reconocida y europea.
No encuentro el teléfono. Cuando lo hago, ha dejado de sonar. La voz de Bob se apaga. No me molesto en mirar quién es.
Últimamente, he leído algunas biografías interesantes. Todas hablan de grandes mujeres, que canalizan sus emociones a través de la música. La mayoría son bailarinas. Algunas ya no están. Son, pero no están. Yo soy escritora y aún estoy. Estoy y escucho, pero no bailo. Pensándolo bien, tampoco escucho. Oigo. Asisto a interpretaciones ajenas. Nunca se me ha dado bien escuchar.
La sintonía de mi móvil cambia con frecuencia, casi al mismo tiempo que mi humor. Casi. La cronología exacta es: cambio de humor y cambio de sintonía, para compensar el desequilibrio anterior. Sencillo y práctico. Opté por el tema reggae tras un ataque de ira. Recurrí a Marley cuando llegó a mis oídos el nombre de la futura ganadora del Premio Solsticio de Novela. Entre bambalinas literarias, esas cosas se saben. La afortunada será Catalina Fanta, una bloguera-influencer con apellido de refresco de los noventa que se niega a asumir que se acerca a los cuarenta. No asumir la edad de una es un mal muy extendido. Creerse escritora, por haber aprobado primero de primaria, también. Si sabes escribir, eres escritora.
Para mi desgracia, la bloguera y yo compartimos agente, un sesentón con implantes capilares y bronceado de cabina que lleva años con la agenda blindada. Me corrijo: lle-va-ba. Hasta que llegó ella y se metió en su cama. Lástima que Fernando Carriles no blindara también su bragueta.
El aire es denso. Huele raro. Quizá deba de seguir el consejo de Bob y abandonar el sofá. Ventilar un poco esta pocilga. Quizá.
Es duro abandonar lo que yo entiendo como lectura de duelo.
Hago un triste amago de levantarme. Me dejo caer de nuevo. Mi cuerpo pesa. La novela no ha salido aún a la venta y ya estoy exhausta. No me cansa leer o escribir, sino todo lo demás. Lo que viene después del punto final me agota. Ferias, seminarios, presentaciones. Promoción. Ventas. Pesa.
Quien no acostumbre a navegar este mar de letras y artificio, no entenderá la importancia del halago de firma ilustre en la faja de un libro o de la presencia del autor en redes sociales, prensa, ferias y otros eventos literarios.
Aquellos que se conforman con disfrutar de la lectura y sienten por el libro adoración y respeto, estarían profundamente decepcionados si supieran que el reconocimiento de esas obras depende de lo premiadas que estén. Sin premios, muchos de los libros que han leído, releído y recomendado no habrían llegado a sus oídos. No habrían llegado a sus bibliotecas. No habrían llegado a reposar sobre sus mesitas. No.
Festivales, grupos editoriales, fundaciones, ayuntamientos…, cada uno se inventa unas bases, un jurado y, en ocasiones, una novela o ensayo digno de subirse al podio. Los premios son embustes. Premios inventados.
No es costumbre, digan lo que digan las bases mentirosas, elegir un libro ganador. Se elige un personaje, un autor. Un escritor que algunas veces, véase el ejemplo de Catafanta la bloguera, es también un ejemplo de ficción comercial.
Soy arte y parte de esta comedia.
Mi primer premio fue accidental. Llegó a mis manos porque las bases prohibían que se quedara desierto. Ciertas desavenencias entre los miembros del jurado, mientras discutían sobre la conveniencia de emitir o no el fallo que proponía la mayoría, fueron las responsables. En estos casos, a riesgo de que una decisión de esa índole pueda crear enemistades con editores o agentes de cierta relevancia, lo más oportuno es decantarse por un completo desconocido. Eligen no elegir. Yo, que entonces no era nadie, había enviado mi novela sin reflexión previa. Ignoraba los pasos básicos de aquella coreografía de escualos de la narrativa. En esa ocasión, una entre mil, mi ignorancia tuvo premio. Pre-mio. Dos sílabas. Seis letras.
Fernando Carriles, el agente que sembró la discordia en aquel jurado, decidió sacar partido a su fracaso. Actuó por despecho. Después de que a su representado se le negara la posibilidad de sumar una línea al apartado «premios» en su prolijo perfil de Wikipedia, optó por ofrecer sus servicios a Nadie. Fui Nadie durante tres semanas; luego, me convertí en superventas. Empecé a escribir a tiempo completo por accidente.
En los ocho años siguientes, publiqué cinco novelas. Obtuve dos premios internacionales, cinco nacionales y un buen puñado de reconocimientos menores.
El número de lectores o ediciones es directamente proporcional a esos premios inventados, así que es fácil imaginar la alegría de mi editora, el entusiasmo de mi agente o la gratitud de Gabi, traductor al alemán de mi obra y lo más parecido a un amigo que tengo. Hay quien piensa que es injusto. Cuando se habla de literatura, no tiene el menor sentido mencionar a la justicia. Reflexionar sobre ello es inútil, improductivo e insano. In-.
Se han vendido más de cien mil ejemplares de mi última novela publicada. Las opiniones de los lectores son halagadoras, pero lo que llevó Sótano de hielo a los escaparates, bibliotecas y librerías fue que dos autores reconocidos a nivel internacional firmaron una breve frase-peloteo en la portada. Ayudó que un quisquilloso crítico literario la ensalzase en los medios y en sus redes sociales la misma semana que se puso a la venta.
A los generosos colegas que rubricaron su reconocimiento en obra ajena, la mía, y que también eran de mi editorial, de un modo u otro, tendré que devolverles el favor. En lo que respecta al crítico con capacidad de encumbrar o hundir, huraño y con cara de pocos amigos, como manda la tradición, escribe para medios de mi grupo editorial. Todo queda en casa.
Decimos a los lectores qué deben leer. Los convencemos de que apuestan sobre seguro. Ahorran tiempo. Evitan desilusiones. No entres en la librería, no fisgonees entre las estanterías. Indagar es malo. Si solo está a la vista el lomo, esa novela no es para ti.
Dejo de analizar una realidad demasiado simple. Sin levantarme del sofá, donde llevo durmiendo unas tres o cuatro semanas, veo que el reloj del microondas marca las doce del mediodía.
Siento la espalda agarrotada. Tengo el cuello dolorido. Mi apartamento es un caos que huele como una guarida de mofetas. Debería buscar el teléfono. Debería comprobar las llamadas. Debería. Nunca he sido de cumplir con mis deberes. Encontrar el teléfono entre los restos de comida rápida, papeles arrugados, libros y trapos difíciles de clasificar se me antoja misión imposible. Imposible e inútil, por otra parte. In-.
II
Me desperezo. Lo que empieza como un bostezo termina en una arcada al inhalar el hedor procedente de mi sobaco. En un acto de masoquismo, ahueco la mano delante de la nariz. Constato que mi aliento es un efluvio de alcantarilla. No recuerdo la última vez que me cepillé los dientes.
Le echo arrestos y me levanto, con la rigidez propia de una cuarentona malnutrida e inactiva. Una, dos, dos y medio, ¡tres! Subo la persiana de golpe, como quien despega un esparadrapo o una tira de cera. «Depilarme el sobaco».
La luz del sol se apodera de la sala. Miles de alfileres se me clavan en las sienes. Al mismo tiempo, unos molestos destellos en forma de medialuna se alojan en el lateral derecho de mi campo visual. Me convenzo de que estoy sufriendo un desprendimiento de retina. Sí, es eso. Seguro. Viviré atada a un bastón. Tendré que adiestrar a un perro. No me gustan los perros. Los detesto casi tanto como a las personas. Casi.
Quedarse ciega es lo peor que le puede pasar a una escritora. Y a una lectora. Y a un relojero. Quedarse ciega es un círculo del Infierno. Por suerte, sé leer braille. Estudié el alfabeto para invidentes hace unos años, antes de firmar el consentimiento informado para operarme de miopía. No dejé que el láser se me acercara un milímetro hasta que no fui capaz de leer El Principito en braille. No me gusta El Principito. Como tantos otros libros, está sobrevalorado, pero fue el único libro con puntos braille que pude conseguir.
Parpadeo varias veces, cierro los ojos durante unos segundos e intento respirar. Me tranquilizo cuando consigo enfocar la mirada en el regalo de despedida de mi último ex. Leo: «El ser humano es un animal social. Recuerda que eres parte de la tribu». Germán, que hizo la maleta tras dos semanas y media de sufrir mi ostracismo más absoluto, me dejó esta tarjeta a modo de recordatorio.
No puedo quitarle la razón. La tiene. En términos generales, la gente me resulta molesta. Cubro mi cupo de socialización sin salir de casa. Más difícil todavía, sin levantarme del sofá.
Converso a diario con muertos de todas las nacionalidades y con extranjeros vivos. Hubo un tiempo en el que leía también a los vivos nacionales, pero ya no me interesan. En el mejor de los casos, escriben mejor que yo; en el peor, venden diez veces más sin alcanzar ni de lejos mi calidad narrativa. Y se llevan todos los premios. Premios.
Dialogo a través de los libros. Nunca tuve predisposición para sufrir ese otro tipo de conversaciones que obligan a discernir, desgranar e interpretar. Todo sería más fácil si se usara la palabra como quien usa un destornillador o un martillo. «Hola» para saludar, «estás guapa» para halagar; el destornillador para poner y quitar tornillos, el martillo para clavar. Pero no es solo la palabra. Es el tono, el contexto, los gestos. Se me da bien leer «a». La comunicación gestual no es un secreto para mí, pero sí una chorrada. Y no tengo tiempo para chorradas. O sí, pero paso.
A través del cristal, observo la calle. Es como cualquier otra. Carritos de la compra y mochilas escolares; bolsas de deporte y maletines de piel; cochecitos de bebé y correas de perro. En esta ciudad, hay demasiados perros. Y demasiada gente.
Desde la marquesina del autobús, el actor de moda mira de reojo a los viandantes. Es quince años más viejo que yo. Protagoniza la mayor parte de las series que se ruedan en este país. Ha engordado para interpretar al jefe de La organización. A su lado, una veinteañera. Pómulos marcados, labios operados… Lo de siempre. No sé qué papel puede tener Barbie Malibú en una serie basada en la novela de Julián Manzano. Y no pienso averiguarlo.
Manzano escribió La organización el año pasado. No la leí. No tengo previsto leerla. Sé que trata del cártel de los Saltacharcos porque Gabi me lo dijo, después lo vi en la prensa. Luego, oí hablar de ella en el quiosco del barrio.
El mes anterior a que se publicase la novela, detuvieron al jefe de la organización. Al real, al de verdad, al que inspiró al escritor. Manzano saltó a los titulares y a los platós. Netflix compró los derechos.
Se escribieron cientos de artículos sobre el tema. Dos importantes productoras dedicaron a los narcos sendos reportajes de investigación. Se vendieron más de cuarenta mil ejemplares de la novela en las cuatro primeras semanas. El caso sigue abierto y el mes que viene se estrena la serie. Julián Manzano es un escritor con suerte. Y un capullo. La mayoría de los escritores lo son.
Get up, stand up (Stand up for your life),
stand up for your rights (Stand up for your life).
Get up…
Bobby vuelve a llamar mi atención. Esta vez, puedo distinguir la pantalla iluminada del teléfono debajo de unos calcetines de color verde. Miro el rectángulo luminoso. Suspiro. Es Gabi.
Gabriel Alpide Lang. Español de nacimiento y corazón. Sobre todo, de corazón. Gabi es un blando. A los pocos días de cumplir los seis años, sus padres se separaron. Su madre, Casilda, se lo llevó con ella a Múnich. Casilda es alemana. Gabriel visitaba a su padre durante las vacaciones escolares y siempre tuvo predilección por España. Por ese motivo, tras licenciarse en Filología Alemana en la universidad de Múnich, se mudó definitivamente a su amado país natal.
No conforme con ser alemana y ejercer como tal, Casilda Lang también es editora. Es mi editora en Alemania. Y tuvo la mala idea de cargar a su hijo con la traducción de buena parte de mi obra. A la pesada mochila que supuso esa tarea, Gabi tuvo a bien sumar el peso del afecto. Fue un accidente. Aún no sé cómo pudo suceder algo así. Nunca me había pasado. No me ha vuelto a ocurrir. No acostumbro a buscar aprobación con mis acciones y mucho menos afecto. A-fec-to. Tres sílabas. Seis letras. Gabi es un poco masoquista. Y lo más parecido a un amigo que tengo. A veces, está más cerca de una madre que de un amigo. Eso me cabrea.
Cuando aparca sus manías germanas y su papel de gallina clueca, el traductor puede alcanzar un siete en mi escala de tolerancia social.
—Andrea, ¡llevo tres días intentando localizarte! —Hoy apenas roza el cinco—. Casi llamo a la policía.
—No seas dramático, estaba durmiendo.
—¿Durmiendo? Nuestro vuelo sale en cuatro horas.
—Vale.
—¿Y ayer? Estuve ahí, en tu portal, más de veinte minutos. Casi te quemo el timbre de tanto llamar.
—Lo sé. —Imagino que los vecinos también lo saben—. No quería hablar.
—Menuda novedad. Cada vez que terminas una novela, es lo mismo. Ich habe es satt!
—¿Qué?
—Nada, que estoy harto, ¿y qué me dices de anteayer y del lunes?
—Estaba leyendo, con Bolaño.
—A.
—¿Qué?
—Estaba leyendo «a» Bolaño.
—¿Tú también?
—No, yo te estaba llamando a ti, que no me contestaste porque…
—Ya te lo he dicho, porque estaba leyendo con Bolaño. Con.
—Déjalo. Salgo para el aeropuerto, ¿nos vemos allí?
—Sí.
—Date prisa.
Cuelgo. Me arrepiento de haber aceptado ir a ese dichoso festival. El Festival Meridiano Cero se celebra en la pequeñísima isla de Santa Lucía. No me convenció la campaña turística de las islas Canarias. No me convenció viajar al sur ni tomar el sol. Me convenció la idea del origen, del cero, del vacío, de la nada.
Santa Lucía es algo así como una isla-pedanía que depende de El Hierro. Me gusta pensar en El Hierro como la Isla del Meridiano. Aún se la conoce por un nombre que data de los tiempos en que se creía que la Tierra era plana. De ser así, el meridiano de Greenwich pasaría justo por uno de los cabos que dibujan su costa. Me pregunto si la organización del festival no correrá a cargo de un puñado de terraplanistas chiflados.
Dejo el teléfono al lado de unas bragas con la goma cedida y media chocolatina Twix pegada en el trasero. «Ordenar este caos». Las doblo, les doy un mordisquito y lo saboreo. Chocolate con tofe. Mis papilas gustativas envían a mi cerebro la imagen de un envoltorio dorado. Era la antigua presentación de la chocolatina que, cuando era niña, se llamaba Raider. Claro que entonces las cosas se llamaban por su nombre. Una chocolatina era una chocolatina, y un snack, un videojuego.
Hay sabores, olores y melodías que son portales. Hago una bola con mis bragas-portal e intento encestar en el revistero. Fallo. Nunca estuve muy dotada para los deportes con balón. Jamás practiqué ninguno. Quizá sea el motivo de que no sepa trabajar en equipo. Quizá por eso no me gusta la gente. Quizá.
Me pasé la niñez eligiendo equipo. E-qui-po. Tres sílabas. Seis letras. No estaban permitidas las medias tintas y había que tomar partido, color y bandera. Sigue ocurriendo lo mismo.
Hoy, me vuelven a pedir que elija. Entre defender el artículo neutro, algo muy poco sororo, o hablar como una tartaja políticamente correcta, lo que dada mi profesión y sexo resulta muy adecuado; adoptar un gato, como Borges o Cortázar, o un perro, que no es de intelectuales; comer carne, lo que me convertiría en poco menos que una caníbal, o tofu, que demostraría una conciencia medioambiental muy conveniente. «Elige, Andrea».
Las etiquetas de los ochenta y noventa eran otras, pero aquella sociedad también exigía saber quién eras. Entonces, como ahora, lo hacían en función de si ibas con los Tigres o con los Leones, si preferías a Charlie Brown o a Mafalda, Mars o Raider, Arias o Churruca, Cheiw o Boomer. Si quieres pertenecer a la tribu, como sugiere la tarjeta de mi ex, debes elegir; de lo contrario, estás fuera. Y pobre de ti como no te puedan etiquetar, clasificar y ordenar. Yo elijo no elegir, ¡a la mierda la tribu!
Hace días que no la ves. La observas siempre que puedes. Sabes que hoy debe tomar un vuelo. Estás vigilante.
Captas movimiento en una de las ventanas de su piso. Abre la persiana. Arruga la frente. Cierra los ojos. No te ve. Te has ocultado bien. Te dices que no es necesario; no repararía en ti aunque estuvieras a un palmo de sus narices. Tu conclusión duele. «Te» duele.
Durante tu guardia de ayer viste a Gabriel Alpide. Pobre Gabriel. Permaneció frente a su timbre más de quince minutos. Preocupado, indeciso, con el móvil en la mano y el corazón en un puño.
Andrea no merece la amistad del traductor. Lo usa, como usa a todo aquel que se cruza en su camino. Solo tiene que llamarlo y allí está él. Pero llegará el día en que no sea así. Llegará el día en que nadie correrá a ayudarla. Eres paciente. Puedes esperar a que llegue ese día.
Miras el reloj y te vas. Tú también tienes que emprender un viaje.
III
Abro el navegador. «Aún hay tiempo». Busco una canción de Torrebruno que se ha instalado en mi cabeza. Me ocurre a menudo. Lo tomo como una señal.
Cambio la sintonía del smartphone siguiendo las instrucciones que Gabi me anotó hace meses en un papel. «Tu premio y tú me importáis cero, Catafanta. Voy con los Leones. Prefiero Twix, Churruca y Cheiw. Y por supuesto, Mafalda, bloguera-impostora de pacotilla, ¡siempre Mafalda!». Esas son mis etiquetas del siglo pasado; este, me las arranqué de cuajo.
Salí de la tribu el día que dejé el instituto. Ya no elijo cuando me lo piden. Ahora, elijo cuándo elegir.
Volviendo a los premios: como le ocurría a Mafalda y a las pipas Churruca, en literatura, si no te eligen no vales nada. Sin premios, no eres nadie.
Hace un mes que entregué el manuscrito de mi última novela. Lo escribí a medida. Se gestó para llevarse el Solsticio. Ahora, sé que no ganará.
Para un escritor, desprenderse de una novela es un salto al vacío. Puede derivar en depresión, enajenación o suicidio. El concepto romántico-cutre de «escritor maldito» está pasado de moda. Las modas me importan cero. Y sigue sin gustarme el cliché de escritor deprimido, amargado y adicto. Para evitar caer en el pozo, recurro a la medicina más eficaz que conozco: leo. Elijo leer. A este proceso lo llamo lectura de duelo. Es un método preventivo e infalible.
La receta para afrontar la pérdida de cada una de mis criaturas son los libros. La pauta, entregar la novela a mi agente, que se la hará llegar a mi editora; dedicar entre tres y cinco reuniones presenciales —nada de