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La Perla del Emperador
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Libro electrónico271 páginas3 horas

La Perla del Emperador

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En pleno corazón de Malasia, una bellísima mujer blanca recibe la visita de un misterioso chino que le propone apoderarse de una perla legendaria. En su búsqueda se ven envueltos, entre otros, un pescador y un opiómano, un capitán de barco, el Shah de Persia, eunucos y ballenas.
Como en Las mil y una noches o en Salgari, en esta novela aparecen y se desvanecen mundos donde imperan el ansia de la inmortalidad y el amor por los viajes, donde palpitan el deseo y la melancolía. Es un laberinto en el que Oriente y Occidente se confunden y se vuelven —en un nuevo espejismo— fabulosamente argentinos...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2020
ISBN9789871739325
La Perla del Emperador

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    La Perla del Emperador - Daniel Guebel

    l-Fath

    UNA CADENA DE CIRCUNSTANCIAS INFORTUNADAS me había obligado a abandonar los goces de la civilización y a internarme en la Malasia. Yo era joven y bella. Estos atributos, unidos a mi natural inteligencia y a mi condición de extranjera, me atrajeron el respeto de las tribus que habitan el archipiélago. En homenaje, me llamaron La Perla de Labuán. Yo era la perla blanca que lucía la glauca corona de las islas bañadas por el mar de la China. Mi fama se extendió. El mismo rajah de Sarawak navegó hasta Kuala Lumpur con el objeto de comprobar si mis virtudes justificaban mi renombre.

    Al verme, el rajah enloqueció de amor. Se arrojó a mis pies y me ofreció su reino. Ni me digné mirarlo. Y mi pulso ni siquiera se alteró cuando me dieron la noticia de que se había suicidado bebiendo una copa de vino envenenada con polvo de perlas de las costas de Singapur.

    No era la soberbia lo que me impulsaba a obrar así. El rajah había sido un hombre alto, bien plantado, de ojos de fuego. Hubiera hecho la felicidad de cualquier mujer. Simplemente, yo me sentía destinada a empresas más vastas. Mi madre no me contó que, al parirme, tres pájaros negros hubiesen cruzado el firmamento en vuelo hacia Oriente. Durante su embarazo no hubo peste de caballos ni plaga de langostas que anticiparan un acontecimiento extraordinario. Tampoco se abrió el cielo para lanzar al mundo fango y preciosas joyas. No obstante, yo albergaba una llama de la que solo sabría su medida cuando lo inalcanzable se posase en mi mano. ¿Sería el Santo Grial, la fuente de la eterna juventud, la piedra en cuyo interior palpita el corazón del Profeta? Aún no conocía la respuesta, pero entendía en cambio que no era bueno unir mi camino al del resto de los mortales. Entretanto, hasta que el momento fuese llegado, aseguré mi subsistencia estableciendo una tienda de antigüedades. Los comerciantes chinos solían frecuentarla ávidos de comprobar si mi figura y mis rasgos correspondían a los de la hembra que estremece sus sueños de opio.

    En mi actividad, pronto conocí la fortuna. Pronto, también, pude hacerme de una flotilla de praos que recorrían los puertos comprando las mercancías que se disputaba la nobleza malaya. Los estantes de mi tienda desbordaban de piedras azules arrancadas a los ojos de ídolos budistas, de krisses de hoja de oro y empuñadura constelada de diamantes, de coronas de reyezuelos desconocidos cuyos casquetes aún tenían pegoteados pelo y sangre, de moscas de cristal que volaban al anochecer y que por la madrugada volvían zumbando a sus cajitas de porcelana. Sin embargo, mi corazón rebosaba de amargura. Despreciaba, por monótonos, los placeres de la carne, y había tenido abrazados a mis rodillas y croando como sapos henchidos de amor a la suficiente cantidad de sabios y metafísicos como para entender que la consolación de la filosofía es imperfecta puesto que no brinda satisfacción a los anhelos. En lo hondo de mi noche solitaria advertía que el tiempo iba pasando y no se cumplía la verdad que años atrás sentí crecer en mi seno. Frente al espejo aguardaba el surgimiento del primer signo de decadencia física para abrir un canal en la carne de mi vientre: desde allí hasta el esternón.

    Un atardecer entró en mi tienda Li Chi: era el más astuto entre los comerciantes de raza amarilla. Kuala Lumpur es una ciudad pequeña. Los vientos del rumor precedieron su visita. Teniéndolo ante mí, recordé que para entrar en posesión de su herencia había apresurado el encuentro entre su padre y el Señor del Cielo. Eso le cerró las puertas de los hogares honrados, pero Li Chi reía y en las ruedas de amigos aseguraba que tarde o temprano el peso de su poder inclinaría la cerviz de los intachables y haría correr hasta su lecho a las hijas de los sin mancha. Li Chi era alto, espigado, con un largo bigote del color de la avellana, y pupilas que brillaban como el acero, dilatadas por el jugo de la belladona. Hablaba seis idiomas y quince dialectos, y no olvidaba las cláusulas de la valentía.

    —Increíblemente me atrevo a presentarme ante La Perla de Labuán sin un presente de mayor valía que este que pongo a tus pies —dijo arrodillándose. Apoyó la frente en la alfombra y tendió sus manos. En ellas destellaba una gema que inmediatamente reconocí: un Ojo de la Diosa del Río. Solo una razón muy especial podía haberlo llevado a apoderarse de semejante joya. Se oía, muy distante, el rabioso griterío de las tribus sikhs reclamando venganza.

    Li Chi me miró y sonrió:

    —¿Te dignas aceptarla? Si así fuese, mi corazón estallaría de gratitud.

    —¿Qué buena causa te trae por aquí, mi estimado Li Chi? Tu obsequio vuelca mi espíritu hacia tu persona; ahora solo lamento no haber conocido antes el inaudito placer que depara el contemplar tu rostro.

    Li Chi enrojeció. Su flanco débil se hallaba en la conciencia de su belleza. Para afirmar ese mérito fortuito gastaba sumas considerables en su vestuario.

    —La Perla de Labuán sabe que Li Chi no la molestaría por un asunto de inferior importancia. La Perla de Labuán no ignora que Li Chi aprecia la inmensa comprensión y paciencia que dispensa La Perla de Labuán en el trato con un insignificante miembro del Celeste Imperio. Y es por eso que Li Chi se ha atrevido a pensar que el objeto de su visita no carecería de interés para La Perla de Labuán.

    —La Perla de Labuán te invita a que hables con toda sinceridad. Lamento no ofrecerte una taza de té. A esta hora mis criados acuden al templo.

    —Muy inconveniente, muy inconveniente —musitó—. Los enemigos de La Perla de Labuán se alegrarían de saberlo.

    —Pero tú no te cuentas entre ellos, ¿verdad?

    —En esta vida soy el más humilde y devoto servidor de La Perla de Labuán.

    —Bien dicho —aprobé—. Creo que mis oídos ya están dispuestos a concederte su favor.

    Li Chi miró por encima de sus hombros, simulando preocupación.

    —¿La Perla de Labuán está segura de que solo ellos escucharán lo que debo comunicarles?

    —Tan segura como de tu existencia —dije, y toqué su nuca con mi abanico.

    —Oh, sí —suspiró el chino—, ¿quién puede confiar en el testimonio de sus sentidos? Confucio dice que no somos para los dioses más que sombras que se disipan a la salida del sol, humo que la brisa lleva y trae. ¿Qué certeza podemos tener los humanos? Debemos limitarnos a no perturbar el Gran Orden Universal. La razón de mi visita es de una importancia tal que solo cede ante el Verdadero Libro del Tao. En pocas palabras, ¿te gustaría adueñarte de La Perla del Emperador?

    Un temblor incontenible se apoderó de mi cuerpo. La Perla del Emperador..., susurré. Ese oriental absurdo me estaba ofreciendo el blanco hijo del mar que enceguecía las mentes de los príncipes de la Tierra, y cuya posesión —aseguraban— era el símbolo que necesitaba cada poderoso para lanzarse a la conquista del mundo. Por supuesto, esto último era una puerilidad: en mi fuero interno yo me había acostumbrado a considerar esa perla como un producto de la imaginación asiática; aun así, no podía desconocer las voces que señalaban su secreto tránsito fugaz por diversas manos. ¡Y ahora...!

    —La Perla del Emperador —exclamé—. ¿Me tomas por idiota, Li Chi? ¿O has venido a burlarte de mí? ¿Tan despreciable te parezco que creíste necesario hacérmelo saber?

    El chino extendió sus manos.

    —¡Si esa fuese mi intención, que los dioses de la venganza me pierdan en los infiernos de un demonio con cara de mono! —dijo.

    Reflejos de luz se filtraban por entre la trama de hojas de palmera; una tenue danza de medallones de sol recorría el rostro de mi visitante. Bajo esa trama, Li Chi sonreía, y nada había en su sonrisa que revelase ironía o malignidad.

    —¿Qué certeza puedo tener de que hablas en serio? —dije.

    —No te pido, ¡oh hermosa extranjera!, que cierres tus ojos ante los fantasmas de la realidad y te entregues al dulce sueño de mis engañosas palabras. Por momentos, hasta el narrador más torpe sabe tejer un velo de maravillas que nos envuelve en un hervor de brumas... Luego, al silenciar su voz, sucede el despertar. Las cosas nos golpean con sus definidas formas. Eso entristece y rebela. ¿Será que amamos la mentira? Sin embargo, La Perla de Labuán puede protegerse —agregó, señalando el Ojo de la Diosa del Río—. ¿Acaso el brillo de la leyenda de La Perla del Emperador es capaz de empañar su pensamiento hasta el punto de llevarla a despreciar mi presente?

    —¿Quieres decir...? ¿Verdaderamente es La Perla del Emperador?

    —Verdaderamente es.

    —Li Chi... Te advierto que si intentas jugar conmigo corres el riesgo insensato de perder la cabeza.

    —Por ningún motivo la arriesgaría —reflexionó—. Modesta y todo, es la mía.

    —¿Cómo has llegado a dar con ella? Dímelo.

    El chino rió suavemente:

    —Interpreto que La Perla de Labuán se refiere al obsequio que el Emperador de la China hizo a su Emperatriz y que esta, en un inexplicable descuido, extravió. Sin duda, me veo obligado a satisfacer el pedido de La Perla de Labuán. Debo advertir, sin embargo, que los motivos de aquel trágico descuido exigen un largo relato. De otro modo, ¿cómo entendería La Perla de Labuán la emoción que me invade al contemplar noche tras noche, bajo la luz de la luna, ese resplandor que no tiene igual en sueño alguno? Lamento descender a la exhibición de mis sentimientos, pero ¿comprende La Perla de Labuán la enormidad de este hecho? Que, entre millones de hombres de mérito, haya sido Li Chi el elegido como custodio de ese don del cielo... eso sin duda es prueba del favor de los dioses, y de su locura.

    —Tengo tiempo para comprenderlo —dije—. Todo el tiempo está a mi disposición. Habla. Te escucho.

    —No oculto —dijo Li Chi— que los mendigos persas gustan de narrar toda suerte de fantásticas versiones sobre su origen al corro de crédulos que se reúnen en derredor de los fuegos encendidos en la entrada de los bazares. La verdad (que no invalida esas versiones) es que La Perla del Emperador fue hallada por un pobre pescador de perlas tartamudo: se llamaba Tepe Sarab. No sometería su nombre a tu elevada consideración, si no fuese porque el mero hecho de mencionar su lazo con los derroteros de La Perla del Emperador me ha llevado a reflexionar acerca de los modos en que se expresa la voluntad de los dioses. Para mí tengo que sus designios respecto del mundo son los de una aniquilación imperceptible, progresiva, incesante. La prueba más clara de esta degradación es que los héroes de la historia ya no son, como ayer, reyes, príncipes, miembros de la nobleza o, a lo sumo, altos dignatarios y sacerdotes, sino pequeños artesanos, viajeros, retratistas, marineros, jueces, militares, comerciantes. En cierta forma esto me alegra, pues demuestra que he nacido en una época que enaltece, entre tantas, mi actividad, y por ello es que puedo asegurar sin soberbia que represento a los hombres de mi tiempo (así como los hombres de mi tiempo me representan). Pero, medida en términos de eternidad, la perduración de tal coincidencia entre el destino del mundo y el tiempo que me ha tocado vivir es altamente improbable, y ya nada oculta el abismo que se ha abierto en la última centuria. Antaño un príncipe podía preciarse de no conocer las hambres y la enfermedad y la vejez y la muerte; ahora camina rozándose con la muchedumbre, sufriendo el pregón de los vendedores de milagros, recibiendo el polvo de las alfombras que las mujeres sacuden desde las ventanas, y los carreros los hacen violentamente a un lado cuando sus bestias de carga atraviesan las calles portando vasijas con esperma de ballena. Y si tan rápido han descendido en la apreciación de las gentes, ¡oh Perla de Labuán!, me pregunto qué destinos podemos esperar quienes no los igualamos en cuna, educación y fortuna. Imagino el día en que los héroes de las narraciones sean aquellos que hoy oprimimos bajo nuestra suela. ¿Gustaré del relato de la vida del remero que gime recibiendo el látigo en mis sampanes? ¿Qué enseñanza extraeré de las bestiales labores de los campesinos que en mis campos cosechan el arroz? ¿A qué ámbitos me asomaré desde los ojos de mis cocineras? Desconozco si en el futuro persistirá esa ilusión de inmortalidad de la que disfrutamos mientras dura el cuento, y tampoco alcanzo a adivinar qué nuevos acontecimientos transformarán la faz de la Tierra cuando hayan cambiado las historias y sus héroes, pero ruego a los dioses de la buena muerte que para entonces me tengan de su mano.

    Tepe Sarab es un ejemplo de lo dicho. Pertenece a una época de transición, en la cual se tejían relaciones que mezclaban a un gran Emperador (los persas lo llaman Shah) como Amir Abdullah Amini con un simple pescador de perlas. Y en esa trama Amir Abdullah Amini reclama el servicio de Tepe Sarab y el de cientos de pescadores de perlas para extraer del fondo del golfo los tres miles de mil riales, y otro tanto en joyas, oro, piedras preciosas e ídolos que iban en la bodega de un barco de su flota que torpemente atacaron y hundieron y no supieron abordar los piratas de Shiraz.

    Desde el nacimiento hasta la puesta del sol los pescadores de perlas ponían a prueba sus pulmones descendiendo hasta las entrañas del barco hundido. Tepe Sarab, que nunca había visto cinco riales juntos, ascendía con magníficos sellos elamitas de jade, cuencos de plata, piezas de marfil, hueveras de oro, sítulas exquisitamente labradas y un sinfín de objetos de extraordinaria calidad. Insensible a esas muestras de una civilización refinada, Tepe se preocupaba únicamente del aire que le restaba hasta volver a la superficie: la línea de superficie, para los pescadores de perlas, es una zona de reflejos cambiantes cuyo filo algún día no se alcanzará. Antes de sumergirse murmuran una plegaria: Déjame atravesar, oh madre de las profundidades, la cara del vidrio que late. Hoy no es el día. Víctima de su tartamudez, Tepe Sarab nunca estaba seguro de haberla pronunciado entera y por si acaso la repetía en el seno del casco podrido y florecido de anémonas. Y cargado de relieves de bronce o llevando puñados de monedas se elevaba como un largo pez moreno entre la enceguecedora dilución de los rayos del sol. Tepe conocía en ellos la sustancia de su vida. Sabía que cuando la luz se astillase hasta convertir el mar en una inmensidad de algas cristalinas, signo sería de que los dioses lo abandonaban: entonces él no alcanzaría el aire y quedaría flotando a merced de las corrientes, con los ojos abiertos como una medusa, y soltando, los pulmones rotos, la sangre que llama al tiburón.

    —Pero antes de seguir, oh Perla de Labuán —dijo Li Chi—, permíteme que te pregunte por tus criados. ¿No es hora de que regresen del templo?

    —Tal vez —dije—. Tal vez ya es la hora. Pero ¿quién lo sabe? Mi memoria es fugaz. Quizá fue esta la tarde que cedí para que atendiesen sus propios asuntos.

    —Admiro tu generosidad, aunque ella nos impida contar con una buena taza de té —dijo—. ¿Me autorizas a que en cambio encienda mi pipa?

    Sonreí.

    —¿Podría acaso impedirlo?

    Li Chi sacudió la cabeza. Ya cae el sol, dijo, y extrajo de una cajilla taraceada una pequeña pipa de madera negra, pulida por el roce, y colocó la bolita de opio, que encendió suspirando.

    —Y bien —dijo, y aspiró lentamente—. Y bien, oh Perla de Labuán, aquí estamos. Mi relato no ha promediado aún y mi garganta ya está seca. Carezco de larga palabra, acostumbrado como estoy a dar oído a la voz del sabio y no a mis necios rumores. Pese a lo que puedan decir de mí, solo tengo este hábito, que me transmitió mi padre. El opio —dice el poeta— es más fresco que el invierno y más dulce que la miel. ¿Y quién es Li Chi para desmentirlo? Mira al ardor de la sustancia en el cuenco. ¿No te agrada el efluvio de su ignición?

    —Ciertamente —dije—, pero me estabas hablando de Tepe Sarab.

    —Oh, sí, Tepe. Tepe Sarab. El hombre que halló La Perla del Emperador. ¿Sabes? Cuando Muti, su mujer, murió, antes de morir dijo que lo había visto a él, a Tepe, mirarla. Nadie le creyó, claro, porque deliraba, pero fingieron creerle porque desde la muerte el moribundo habla, y su hablar nunca es mentira. La mujer que perfumaba su cuerpo con ker no dijo nada. ¿Cuánto tiempo hacía que Tepe Sarab había muerto? ¿Había muerto, Tepe? A nadie le importaba ya averiguarlo. Pero mucho antes de ese morir, Muti pidió a Tepe que le trajese un rial de oro. Tómalo del barco hundido. ¿Quién habrá de desconfiar de ti, tartamudo?, dijo. Pero el rial es del Shah, contestó Tepe. Es tuyo si tú lo tomas, aseguró Muti. El Shah no ha de notar la diferencia. Tepe asintió y se encaminó hacia el muelle.

    Los guardias los formaron en fila. Olían a grasa y a leche de cabra. Los pescadores murmuraban frases hostiles, pero el zumbido de un látigo los aquietó. Por una escala de cuerdas fueron abandonando el muelle. Despacio, envarados por el rocío de la madrugada, entraban en las canoas. Tepe se apoyó en el hombro de un compañero; aún tenía sueño, y el día iba a ser agotador. Debo estar descansado para cuando sea el momento de tomar el rial, pensó. Muti siempre le había reprochado su falta de interés por el dinero. Para Tepe, la relación que había entre una perla de mediano tamaño y tres terneras era un misterio. El mundo consistía en perfumes y gustos y colores, y aunque él mismo trocaba perlas por telas y vasijas y gallinas no podía comprender qué clase de vínculo existía entre aquellas y las cosas necesarias para la subsistencia. ¡Y ahora su mujer le exigía una moneda! Sin duda, la vida tendía a la abstracción.

    La canoa se detuvo. Los aprestos despertaron a Tepe. Habían llegado a la zona de inmersión. Las embarcaciones se arracimaban. Abajo, diluido por las ondas verdes, se distinguía el barco. Los pescadores comenzaban a zambullirse. Tepe fingió ocuparse de un rollo de cuerdas y echó un vistazo por la borda: los cuerpos de sus compañeros parecían manchas, pequeñas aberraciones del mar, a resguardo en la oscuridad que proyectaban las canoas. Luego contó a los guardias. Había uno por cada tres pescadores. Los consejeros del Shah temían que algún pescador de excelsa capacidad pulmonar se apoderase de parte de los tesoros y, atravesando las formaciones de coral, llegase hasta la costa sin ser descubierto. Suponían que entre los acantilados habría infinidad de lugares donde ocultar lo hurtado. Tepe sabía que era imposible resistir tanto. Pero, claro, ¿acaso le habían preguntado a él o a cualquier otro pescador cuánto resistía un pescador? Además, al término de la jornada eran revisados: un guardia les apartaba los taparrabos; otro les abría sus bocas y hurgaba bajo las lenguas. De noche, el mar florecía en multitud de antorchas dispuestas sobre canastos de mimbre que se mecían por encima del barco hundido. Ningún nadador furtivo podía acercarse sin ser descubierto y asaeteado. Las antorchas duraban desde el claror hasta la palidez final de la luna, y terminaban de consumirse a la salida del sol. Al amanecer, los guardias —ebrios de la vigilia en sus palacios danzantes— contemplaban un mar repleto de pequeñas cunas erizadas de negras serpientes humeantes que lentamente iban encendiendo el mimbre hasta el borde mismo del agua.

    Pero no terminaban allí los cuidados. Para vigilar el barco hundido con la misma facilidad que si fuese de día, los guardias soltaban, a distintas profundidades, esferas de seis pies de ancho, construidas sobre la base de un esqueleto de junco trenzado que se cubría de un tejido de seda finísima. Antes de cerrar la esfera, arrojaban en su interior miríadas de ilis. ¿Sabes, oh Perla? Los ilis son insectos diminutos que moran entre las hierbas del pantano. Los dioses los proveen de un vientre que suelta, cada tres pulsos, una llamarada blanca. Cuando son atacados, se niegan a morir y arden en luz. Hay quienes dicen que cada ili es el espíritu de un muerto que en vida padeció cobardía. Los ilis jamás superan dos días de sombra y fulgor, y se alimentan del líquido que flota en su seno. Insectos del esplendor, en la muerte parecen granos de tierra seca.

    Esas esferas iluminaban el fondo del mar como una caverna de mica. Unidas a los costados de las canoas por cadenas de plata, las esferas recorrían los senderos de las corrientes marinas alumbrando la oquedad; el agua resplandecía en suaves tonalidades ámbar. Cientos de peces se acercaban, cautivados por la danza de los ilis. Algunos, voraces, confundían sus titilaciones con el relampagueo eléctrico que sacude el vientre de las rayas, y atacaban a mordiscos las esferas. Una leve disminución de la intensidad de luz de una zona indicaba que una esfera no había resistido. Tirando de una cadena, los guardias la recogían: el esqueleto quebrado, la desgarrada seda, y el chorro de agua que se lleva ríos de ilis como moscas muertas.

    Sin embargo, a juicio de los consejeros del Shah, todas las medidas adoptadas no bastaban; competían en agradar a su amo presentando soluciones y proyectos de precauciones para preservar el tesoro. El hijo del gobernador de Hamadán concibió el rescate del barco mediante un sistema de palancas que habrían de apoyarse en el lecho rocoso. Un juego de roldanas y poleas fijas y móviles dividiría su peso hasta llegar a una cifra igual a tres arrobas de trigo. "Una idea encantadora—sonrió el Shah—. Pero ¿quién coloca las

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