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7 mejores cuentos de Antonio de Trueba
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Libro electrónico197 páginas7 horas

7 mejores cuentos de Antonio de Trueba

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.
En este volumen traemos Antonio de Trueba, un escritor español, conocido también como "Antón el de los Cantares". En su obra reflejó tradiciones y costumbres campesinas que, como consecuencia del impacto de la creciente Revolución industrial, estaban desapareciendo de una España hasta entonces fundamentalmente agraria y rural. Asimismo, reivindicó la cosmovisión y los valores asociados a esa forma de vida patriarcal que empezaba a periclitar, de una forma candorosa e idealizada.

Este libro contiene los siguientes cuentos:

- El rico y el pobre.
- La guerra civil.
- El fomes peccati.
- Rebañaplatos.
- Creo en Dios.
- La casualidade.
- El ama del cura.
IdiomaEspañol
EditorialTacet Books
Fecha de lanzamiento12 abr 2020
ISBN9783968581965
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    7 mejores cuentos de Antonio de Trueba - Antonio de Trueba

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    El Autor

    Nació en la localidad vizcaína de Galdames el 24 de diciembre de 1819 y su nombre completo era Antonio María de Trueba y de la Quintana. Hijo de campesinos muy pobres, su vocación literaria se despertó con los romances de ciego que le traía su padre cuando venía de visitar una feria. Tuvo que abandonar pronto la escuela para trabajar la tierra y en las minas de Las Encartaciones, su lugar natal. Cuando contaba quince años (1834) marchó a Madrid para evitar la primera Guerra Carlista; allí se empleó en la ferretería de un tío suyo y robó tiempo al sueño instruyéndose de forma autodidacta y leyendo autores románticos españoles.

    En 1845 consiguió un puesto burocrático en el Ayuntamiento de Madrid y con ello logra más tiempo libre para consagrarse a la literatura. En 1851 publicó su primer título, El libro de los cantares, versos de tema variopinto que le dieron ya algún renombre; al mismo tiempo, colabora con poemas, artículos y cuentos en La Correspondencia de España, El Museo Universal, Correo de la Moda y La Ilustración Española y Americana.

    Prestó atención a la literatura infantil, colaborando en las publicaciones infantiles de la época y elaboró incluso un libro de villancicos, ¡Tin tin tin!. A continuación vinieron Cuentos populares (1853), Cuentos de color de rosa (1859) con una segunda edición a cargo de la reina Isabel II, Las hijas del Cid (1859) y Cuentos campesinos (1860), entre otras muchas obras.

    En 1862 fue proclamado por las Juntas Generales de Vizcaya Cronista y Archivero del Señorío de Vizcaya y se trasladó a Bilbao para desempeñar esas funciones, pese a reconocer su precaria formación histórica. Allí se ocupó de recopilar información para escribir «una modesta historia general de Vizcaya» que los disturbios políticos posteriores le impidieron concluir. De este período son Capítulos de un libro, sentidos y pensados viajando por las Provincias Vascongadas (1864), Defensa de un muerto atacado (los Fueros) por el Exmo. Sr. D. Manuel Sánchez Silva (1865), La paloma y los halcones (novela histórica sobre las guerras de bandos, 1865), Cuentos de varios colores (1866), El libro al las montañas (1867), Resumen descriptivo e histórico del M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya (1872) etc.

    Tras el paréntesis de la tercera guerra carlista, durante la cual debió marchar a Madrid (1873) acusado de una supuesta simpatía hacia el carlismo, volvió a Bilbao donde fue rehabilitado y nombrado padre de la provincia (1876) y desarrolló una gran actividad; fundó la sección literaria del diario «[fuerista] intransigente» El Noticiero Bilbaíno, que más tarde dirigiría, y publicó buen número de obras sobre didáctica, genealogía, literatura, historia y leyendas (lo peor de su producción).

    En Madrid publicó Mari Santa, cuadros de un hogar y, sus contornos, Narraciones populares, Cuentos de hogar, El redentor moderno. Murió en Bilbao el 10 de marzo de 1889. Con los fondos recaudados entre los vascos de América y de Vizcaya se le costeó un monumento realizado por Mariano Benlliure, que fue inaugurado en 1895 en los Jardines de Albia de Bilbao. Siguieron publicándose algunas obras póstumas. La mayor parte de sus escritos se recogió en Obras, Madrid, A. Romero. 1905-1914, 10 vols.

    La producción de Trueba es amplia y abarca desde la lírica Libro de Cantares (1852), hasta la novela histórica Paloma y halcones (1865) y la novela costumbrista (El gabán y la chaqueta (1872), pero destacó sobre todo en la narrativa corta cuando refleja la vida rural de Castilla y País Vasco de la época, escenarios habituales de sus historias. Destacan leyendas como La azotaina, tradición del siglo XVI, o La novia de piedra en que la crueldad de Marichu causa la muerte de su amado. Se estima que su mejor colección de narraciones es Cuentos populares (1853).

    En su obra reflejó tradiciones y costumbres campesinas que, como consecuencia del impacto de la creciente Revolución industrial, estaban desapareciendo de una España hasta entonces fundamentalmente agraria y rural. Asimismo, reivindicó la cosmovisión y los valores asociados a esa forma de vida patriarcal que empezaba a periclitar, de una forma candorosa e idealizada. Para la Enciclopedia Auñamendi, adolece de falta de garra y excesiva simpleza en cuanto a los personajes; el vuelo rasante desarbola sus novelas, que resultan fallidas. Incluso sus cuentos (su género óptimo), aunque bien escritos y aparentemente recogidos en su tierra, sólo tienen que ver con ella en detalles accesorios como romerías, paisajes, topografía, anécdotas, etc..1 Para ello se inspiró en la literatura colectiva popular, que consideraba dotada de unos valores estéticos superiores fundados en la autoridad del pueblo para determinar lo que es arte y lo que no.

    El rico y el pobre

    I

    Éste era un caballero de Madrid, llamado don Juan Lozano, que tenía el oro y el moro, y gozaba tanto de los enemigos del alma, mundo, demonio y carne, que pasaba la vida rabiando.

    Aunque esto último parece mentira, es una verdad como un templo (y califico de gran verdad al templo, no por su gran tamaño, sino por su gran verdad); y si no, expliquémonos, que explicándose se entiende la gente.

    Don Juan vivía en la calle de Atocha, en un palacio cuyo lujo y comodidades eran el presulta del lujo y la comodidad (como decía Perico, el zapatero remendón de la guardilla de enfrente, llamado por mal nombre Carape, que entendía de latín tanto como yo); sus coches y caballos valían un dineral; en su mesa se servían hasta en día de trabajo los manjares más ricos que Dios crió o inventaron los hombres, y, por último, las chicas más, guapas que paseaban por Madrid se despepitaban por don Juan. Pues a pesar de todo esto, y mucho más que no es para dicho, don Juan pasaba la vida rabiando, porque el regalo y el placer habían estragado de tal modo su cuerpo y su alma, que lo que a todo el mundo le sabe a gloria, a él le sabía a rejalgar de lo fino; y así era que nunca se le veía reír, y siempre estaba con una cara de condenado, que metía miedo.

    A Perico, el zapatero de enfrente, le sucedía todo, lo contrario que a don Juan: era más pobre que las ratas, y, sin embargo, era más rico que don Juan el de enfrente. Esto último también parece mentira, y no lo es; y en prueba de ello me contentaré por ahora con decir que Perico se pasaba el día, y aun la noche, canta que canta, fuma que fuma, y echa que echa chicoleos a su mujer, aunque era más fea que el voto va Dios.

    A don Juan le llevaban doscientos mil de a caballo con la sempiterna alegría y los sempiternos cantares del zapatero; y entrando en curiosidad de saber cómo se las campaneaba éste para ser tan feliz, una tarde atravesó la calle, subió una estrecha escalera y se plantó en la guardilla del zapatero, con objeto de averiguarlo y, si era posible, campaneárselas él como el zapatero para estar siempre alegre.

    El zapatero y su mujer, que estaban trabajando y cantando y riendo a más y mejor, cuando le vieron entrar callaron y se levantaron para recibirle con la finura que el caso requería, y empezaron a hacerse cruces de que un caballero de tantas campanillas fuese a visitarlos.

    Don Juan se detuvo un momento con tentaciones de volverse atrás, porque la fealdad y la pobreza y la estrechez de la habitación le dieron horror, y a poco más le tumba patas arriba la tufarada de pez, y engrudo, y cuero, y demonios colorados que salió a su encuentro; pero hizo, como dijo el otro, de tripas de corazón, y siguió adelante.

    II

    -HOMBRE, ¿CÓMO PUEDEN ustedes vivir en esta guardilla tan reducida, tan negra, tan oscura, tan nauseabunda?...

    -¡Carape! ¡No diga usted eso, señor don Juan! ¿Mala esta guardilla? Ya quisiéramos nosotros que fuese nuestra, porque, aunque nos esté mal el decirlo, en su clase no hay en Madrid otra más alegre y más mona que ella. Y si no, que lo diga ésta, que en lo tocante a las cosas de la casa y en todo lo nacido y aunque pobre, les echa la pata a las señoras más empingorotadas de Madrid, y aun del mundo con ser mundo.

    -Tiene razón Perico -asintió la zapatera- que es alhaja en su clase la guardilla ésta.

    -Pero al menos, convendrán ustedes en que los muebles...

    ¡Carape! Don Juan, de los muebles no hablemos, porque eso sí, son pobres como nosotros, pero en cuanto a cómodos y de buen ver, ni la reina con ser reina los tiene mejores. Mire usted, si no, esa cama...

    -No sé cómo pueden ustedes dormir en ella.

    -¡Carape! ¡No diga usted eso de la cama, señor don Juan! Cuando después de estar todo el día dale que le das, yo al martillo y la lezna y ésta a la aguja, cenamos el guisadillo de patatas (que ésta le pone que se chuparía usted los dedos si le probase) y nos tumbamos ahí riéndonos con los chascarrillos que cada uno cuenta, ni la reina y el rey con ser reyes duermen mejor que nosotros. Y si no, que lo diga ésta.

    -Es la pura verdad, señor don Juan.

    -Será lo que ustedes quieran; pero lo que parece mentira es que estén ustedes siempre tan alegres y con tanta gana de cantar.

    -¡Carape! Don Juan, yo no sé de qué les sirve a los señorones como usted el estudiar tanto y leer tantos libros como dicen que usted tiene, y tantos papeles como todos los días de Dios le traen a usted, si no saben de la misa la media.

    -¿Y qué es lo que nosotros no sabemos?

    -Lo que sabe hasta el que ni siquiera ha estudiado la jota: que cuando uno tiene salud, aunque no tenga pesetas, y además no le faltan en casa paz ni cariño, tiene que estar alegre; y si está alegre, es, natural que ría y cante.

    -¿Y ustedes tienen todo eso?

    -¡Mira tú, Pepa, qué atrasado de noticias está el señor de enfrente!

    -Sí que lo está el señor don Juan.

    -¡Pues no lo hemos de tener, hombre de Dios!

    -¿Cuánto ganan ustedes al día?

    -Un día con otro, lo que ganamos entre los dos no baja de dos pesetas como dos soles.

    -Hombre, ¡qué miseria!

    -¡Carape! Don Juan, usted por fuerza tiene gana de chunga. ¿Miseria les llama usted a dos pesetas cada día?

    -Sí que lo son, hombre.

    -Pues yo le digo a usted que aún nos sobra dinero. Y si no ¡carape! echemos la cuenta. Real y medio la casa...

    -Así es ella.

    -¡Carape! Don Juan, no volvamos a lo de la casa, que vale cualquier dinero. Cinco cuartos una cajetilla de tabaco que me fumo yo al día...

    -No sé cómo puede usted con ese veneno.

    ¡Veneno!¡Me hace gracia, como hay Dios! ¡Carape! Ahí tiene usted la petaca para que eche usted un cigarro y vea que mejor tabaco que éste ni en la Habana, con ser Habana, se fuma.

    -Bien, eso va en gustos.

    -Pues mire usted, señor don Juan, naturalmente una no entiende de tabaco, pero lo que es Perico... A pesetas le ganarán otros, pero a gusto no, aunque me esté mal el decirlo. Él, eso sí, pobre es y ni siquiera sabe un poco de escuela; pero no ha nacido aún el majo que le ha de ganar a gusto, y talento, y gracia y... vamos al decir.

    -Será todo lo que usted quiera, pero con dos pesetas...

    -Con dos pesetas, señor don Juan, nos sobra a nosotros dinero; y si no ¡carape! continuemos la cuenta de la vieja. Un cuartillete de vino que nos bebamos al día entre los dos, ocho cuartos...

    -¡Ocho cuartos un cuartillo de vino! ¿Y no han reventado ustedes ya con esa porquería?

    -¿Porquería? ¡No tiene usted mala porquería, señor don Juan! Vino más rico, ni en Arganda, con ser Arganda, se bebe. Y si no, mira, Pepa, tráete la botella para que se tire un latigazo el señor don Juan y vea las porquerías que por aquí bebemos.

    -No, que no se moleste. Siga usted distribuyendo las dos pesetas diarias, aunque es inútil que siga, porque no me ha de convencer usted de que les bastan...

    -¡Si le digo a usted, señor don Juan, que hasta nos sobran!

    -Demos por supuesto que en efecto les bastan a ustedes y aun les sobra para el gasto ordinario; pero ¿y el extraordinario?

    -¿Otra que bien baila? ¡Carape! ¿Qué gasto extraordinario hemos de tener nosotros?

    -El que todo el mundo tiene. Por ejemplo, el día de fiesta...

    -El día de fiesta, cuando el tiempo lo permite, nos vamos, pongo por caso, a las Ventas del Espíritu Santo, y allí comemos y bebemos lo que habíamos de comer y beber en casa.

    -Pero a la venida están ustedes cansados y necesitan el ómnibus...

    -¡Qué dominus ni qué vobiscum necesitamos nosotros para venir? ¡Pues aunque fuéramos algunos señoritos de pan pringao!...

    -Bien, pero por la noche van ustedes a algún teatro...

    -Eso queda para los señores como usted. ¡Carape! ¿Y qué falta nos hace a nosotros esas tonterías, habiendo tanto con que divertirse, sin gastar un cuarto, en las calles de Madrid? Yo soy muy aficionado a la música, tanto ¡carape! que a veces, oyendo un organillo, lloro de gusto o no sé de qué. ¡Pues ya ve usted si en las calles de Madrid hay organillos y murgas y ciegos y toda la música que Dios crió!

    -¡Ya! Pero los teatros divierten mucho...

    -Señor don Juan, a nosotros maldita la falta

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