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7 mejores cuentos de Oscar Wilde
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7 mejores cuentos de Oscar Wilde

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.
En este volumen traemos aOscar Wilde,fue un escritor, poeta y dramaturgo de origen irlandés. Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas, sus obras de teatro y la tragedia de su encarcelamiento, seguida de su muerte prematura.

Este libro contiene los siguientes cuentos:

- El fantasma de Canterville.
- El retrato del Sr. W. H.
- El príncipe feliz.
- El crimen de lord Arthur Saville.
- El amigo fiel.
- El gigante egoísta.
- El modelo millonario.
IdiomaEspañol
EditorialTacet Books
Fecha de lanzamiento12 abr 2020
ISBN9783967993363
7 mejores cuentos de Oscar Wilde
Autor

Oscar Wilde

Oscar Fingal O'Flaherty Wills Wilde was born in Dublin in 1854. He studied at Trinity College Dublin and then at Magdalen College Oxford where he started the cult of 'Aestheticism', which involves making an art of life. Following his marriage to Constance Lloyd in 1884, he published several books of stories ostensibly for children and one novel, The Picture of Dorian Gray (1891). Wilde's first success as a playwright was with Lady Windemere's Fan in 1892. He followed this up with A Woman of No Importance, An Ideal Husband and The Importance of Being Earnest, all performed on the London stage between 1892 and 1895. However Wilde's homosexual relationship with Lord Alfred Douglas was exposed by the young man's father, the Marquis of Queensbury. Wilde brought a libel suit against Queensbury but lost and was sentenced to two year's imprisonment. He was released in 1897 and fled to France where he died a broken man in 1900.

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    7 mejores cuentos de Oscar Wilde - Oscar Wilde

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    El Autor

    Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde,conocido como Oscar Wilde, fue un escritor, poeta y dramaturgo de origen irlandés.

    Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas, sus obras de teatro y la tragedia de su encarcelamiento, seguida de su muerte prematura.

    Hijo de destacados intelectuales de Dublín, desde edad temprana adquirió fluidez en el francés y el alemán. Mostró ser un prominente clasicista, primero en Trinity College, Dublín y después en Magdalen College (Oxford), de donde se licenció con los reconocimientos más altos en estudios clásicos, tanto para los llamados Mods, considerados tradicionalmente los exámenes más difíciles del mundo, como en los Greats (Literae Humaniores). Guiado por dos de sus tutores, Walter Pater y John Ruskin, se dio a conocer por su implicación en la creciente filosofía del esteticismo. También exploró profundamente el catolicismo —religión a la que se convirtió en su lecho de muerte—. Tras su paso por la universidad, se trasladó a Londres, donde alternó en los círculos culturales y sociales de moda.

    Como un portavoz del esteticismo, se dedicó a varias actividades literarias; publicó un libro de poemas, dio conferencias en Estados Unidos y Canadá sobre el renacimiento inglés y después regresó a Londres, donde trabajó prolíficamente como periodista. Conocido por su ingenio mordaz, su vestir extravagante y su brillante conversación, Wilde se convirtió en una de las mayores personalidades de su tiempo.

    En la década de 1890, refinó sus ideas sobre la supremacía del arte en una serie de diálogos y ensayos, e incorporó temas de decadencia, duplicidad y belleza en su única novela, El retrato de Dorian Gray. La oportunidad para desarrollar con precisión detalles estéticos y combinarlos con temas sociales le indujo a escribir teatro. En París, escribió Salomé en francés, pero su representación fue prohibida porque en la obra aparecían personajes bíblicos. Imperturbable, escribió cuatro «comedias divertidas para gente seria» a principios de la década de 1890, convirtiéndose en uno de los más exitosos dramaturgos del Londres victoriano tardío.

    En el apogeo de su fama y éxito, mientras su obra maestra La importancia de llamarse Ernesto seguía representándose en el escenario, Wilde demandó al padre de su amigo y amante Alfred Douglas por difamación, al haber sido acusado de homosexualidad. Después de una serie de juicios, y por las pruebas presentadas para el caso, Wilde fue declarado culpable de indecencia grave y encarcelado por dos años, obligado a realizar trabajos forzados. En prisión, escribió De Profundis, una larga carta que describe el viaje espiritual que experimentó luego de sus juicios, un contrapunto oscuro a su anterior filosofía hedonista. Tras su liberación, partió inmediatamente a Francia, donde escribió su última obra La balada de la cárcel de Reading, un poema en conmemoración a los duros ritmos de la vida carcelaria. Murió indigente en París, a la edad de cuarenta y seis años.

    El fantasma de Canterville

    I

    Cuando míster Hiram B. Otis , el ministro de América, compró Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba embrujada.

    Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las condiciones.

    -Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford. Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.

    -Mi lord -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.

    -El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.

    -¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa.

    -Realmente son ustedes muy naturales en América -dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última observación de míster Otis-. Ahora bien: si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo le previne.

    Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su familia emprendieron el viaje a Canterville.

    Mistres Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan, de la calle West, 52, había sido una ilustre «beldad» de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.

    Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción de Europa; pero mistress Otis no cayó nunca en ese error.

    Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

    A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido citársela en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer.

    Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser bailarín excepcional.

    Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era perfectamente sensato.

    Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.

    Era una amazona maravillosa, y sobre su poney derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan delirante en el joven duque de Cheshire, que la propuso acto continuo el matrimonio, y sus tutores tuvieron que expedirle aquella misma noche a Elton, bañado en lágrimas.

    Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.

    Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia.

    Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el aire estaba aromado de olor a pinos.

    De cuando en cuando oíase a una paloma arrullándose con su voz más dulce, o entreveíase, entre la maraña y el fru-fru de los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán.

    Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos, levantando su rabo blanco.

    Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.

    En los escalones se hallaba para recibirles una vieja, pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos.

    Era mistress Umney, el ama de gobierno que mistress Otis, a vivos requerimientos de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.

    Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un singular acento de los buenos tiempos antiguos:

    -Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.

    La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado.

    Estaba preparado el té.

    Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, sentáronse todos y se pusieron a curiosear en torno suyo, mientras mistress Umney iba de un lado para el otro.

    De pronto, la mirada de mistress Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a mistress Umney:

    -Veo que han vertido algo en ese sitio.

    -Sí, señora -contestó mistress Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.

    -¡Es espantoso! -exclamó mistress Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.

    La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa, respondió:

    -Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, sir Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco.

    Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por otras personas, pero quitarla, imposible.

    -Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto «quitamanchas», el limpiador incomparable del «campeón Pinkerton» hará desaparecer eso en un abrir y cerrar de ojos.

    Y antes de que el ama de gobierno, aterrada, pudiera intervenir, ya se había arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro.

    A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.

    -Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una mirada circular sobre su familia, llena de admiración.

    Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a mistress Umney, que se desmayó.

    -¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.

    -Querido Hiram -replicó mistress Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?

    -Descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a desmayar.

    En efecto, mistress Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a mistress Otis que debía esperarse algún disgusto en la casa.

    -Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas... que pondrían los pelos de punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de los hechos terribles que pasaban.

    A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.

    La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a su habitación renqueando.

    II

    La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraño.

    Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.

    -No creo que tenga la culpa el «quita manchas» -dijo Washington-, pues lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe de ser cosa del fantasma.

    En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco.

    Al otro día, por la mañana, había reaparecido.

    Y, sin embargo, la biblioteca permanecía cerrada la noche anterior, llevándose la llave mister Otis.

    Desde entonces, la familia empezó a interesarse por aquello.

    Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas.

    Mister Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una larga carta a míster Myers y Podmone, basada en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen.

    Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.

    La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche.

    Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena.

    La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de «espera» y de «receptibilidad» que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos.

    Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por mistress Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde,

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