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7 mejores cuentos de Leonid Andréiev
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Libro electrónico181 páginas3 horas

7 mejores cuentos de Leonid Andréiev

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.
En este volumen traemos a Leonid Andréiev,escritor ruso. Fue, como narrador y como dramaturgo, uno de los más característicos escritores rusos de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En su prosa reflejó la influencia del realismo de A. Chéjov, la fascinación por las paradojas psicológicas, que recuerdan a F. Dostoievski, y una constante obsesión por la insignificancia de la vida y lo inevitable de la muerte, a la manera de L. Tolstoi.
Este libro contiene los siguientes cuentos:

- Ante el tribunal.
- Lázaro.
- ¡No hay perdón!
- Valía.
- El mistério.
- Sobremortal.
- Un extranjero.
IdiomaEspañol
EditorialTacet Books
Fecha de lanzamiento12 abr 2020
ISBN9783968580050
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    7 mejores cuentos de Leonid Andréiev - Leonid Andréiev

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    El Autor

    Originalmente estudió derecho en Moscú y San Petersburgo, pero abandonó su poco remuneradora práctica para seguir la carrera literaria. Fue reportero para un periódico moscovita, cubriendo la actividad judicial, función que cumplió rutinariamente sin llamar la atención desde el punto de vista literario. Su primer relato publicado fue Sobre un estudiante pobre, una narración basada en sus propias experiencias. Sin embargo, hasta que Máximo Gorki lo descubrió por unos relatos aparecidos en el Mensajero de Moscú (Moskovski véstnik) y en otras publicaciones, empezó realmente la carrera de Andréyev.

    Desde entonces hasta su muerte, fue uno de los más prolíficos escritores rusos, produciendo cuentos, bosquejos, dramas, etc., de forma constante. Su primera colección de relatos apareció en 1901 y vendió un cuarto de millón de ejemplares en poco tiempo. Fue aclamado como una nueva estrella en Rusia, donde su nombre pronto se hizo famoso. Publicó su narración corta, En la niebla en 1902. Aunque empezó dentro de la tradición rusa, pronto sorprendió a sus lectores por sus excentricidades, las cuales crecieron aún más que su fama. Sus dos historias más conocidas son probablemente Risa roja (1904) y Los siete ahorcados (1908). Entre sus obras más conocidas de temática religiosa figuran los dramas simbolistas El que recibe las bofetadas y Anatema.

    Idealista y rebelde, pasó sus últimos años en la pobreza, y su muerte prematura por una enfermedad cardíaca pudo haber sido favorecida por su angustia a causa de los resultados de la Revolución Bolchevique. A diferencia de su amigo Máximo Gorki, Andréyev no consiguió adaptarse al nuevo orden político. Desde su casa en Finlandia, donde se exilió, dirigió al mundo manifiestos contrarios a los excesos bolcheviques.

    Aparte de sus escritos de carácter político, publicó poco a partir de 1914. Un drama, Las tristezas de Bélgica, fue escrito al inicio de la guerra para celebrar el heroísmo de los belgas contra el ejército invasor alemán. Se estrenó en los Estados Unidos, al igual que La vida del hombre (1917), El rapto de las sabinas (1922), El que recibe las bofetadas (1922) y Anatema (1923).

    Pobre asesino, una adaptación de su relato El pensamiento, escrita por Pavel Kohout, se estrenó en Broadway en 1976. En cine, el argentino Boris H. Hardy dirigió una cuidada versión cinematográfica de El que recibe las bofetadas, con Narciso Ibáñez Menta en el papel protagónico, estrenada en 1947.

    Estuvo casado con la condesa Wielhorska, sobrina nieta de Tarás Shevchenko. Su hijo fue Daniil Andréyev, poeta y místico, autor de Roza Mira. Su nieta, la escritora estadounidense Olga Andrejew Carlisle, publicó una colección de sus cuentos, Visiones, en 1987.

    Ante el tribunal

    Por el corredor del palacio de Justicia se paseaba un caballero rubio, alto, delgado, vestido de frac. Se llamaba Andrey Pavlovich Kolosov y desde hacía dos años ejercía la abogacía.

    El estado nervioso en que solía encontrarse los días señalados para la vista de las causas en que actuaba él era aquella tarde más intenso. Obedecía esto principalmente a la neurosis que de algún tiempo a aquella parte le aquejaba. Le habían prescrito duchas—que le habían aliviado muy poco—y le habían prohibido fumar; prohibición inútil, dado lo arraigado de su pasión por el tabaco.

    Aunque sentía ese resabio desagradable que conocen tan bien todos los grandes fumadores, entró en la habitación del médico forense, en aquel momento desierta; se tendió en un sofá forrado de hule negro, y encendió un cigarrillo. Estaba muy cansado. Desde hacia ocho días, casi no se quitaba el frac. ¡Del Tribunal de Conciliación a la Jefatura de Policía, de la Jefatura de Policía a la Cámara de Casación! El día antes, un asunto sin importancia le había tenido en la Audiencia hasta las nueve de la noche.

    Sus compañeros le envidiaban porque ganaba mucho y le consideraban un modelo de actividad, pero él no era dichoso. Los tres mil rublos anuales que ganaba con tanto trabajo no le lucían nada. La vida era muy cara. Los niños exigían gastos sin cuento. Contraía deuda tras deuda. Era martes; el jueves tenía que pagar la casa—cincuenta rublos—, y sólo, llevaba diez rublos en la cartera... Su mujer...

    Al pensar en sus deudas y en su mujer hizo una mueca de disgusto y suspiró.

    —¡Chico, al fin te encuentro!—exclamó, entrando, su compañero Pomerantzev—. Llevo media hora buscándote.

    Pomerantzev había adquirido una envidiable reputación como criminalista y actuaba también, en calidad de defensor, en la causa que había de verse aquella tarde. Era un guapo muchacho, moreno, vivaz, parlanchín, lleno de una ruidosa alegría de vivir. Verdadero favorito del Destino, su rica familia le idolatraba, todos los negocios le salían a pedir de boca y la gloria le sonreía.

    —Tenemos que ponernos de acuerdo respecto a la defensa—añadió.

    —¡Déjame en paz!—contestó Kolosov—. Ya hablaremos.

    —¿Cuándo?

    —Luego.

    Pomerantzev se encogió de hombros y se fué.

    La causa en cuya vista habían de lucir aquella tarde ambos abogados sus brillantes dotes profesionales no tenía nada de complicada. En uno de los suburbios de Moscú de más siniestra fama a causa de sus numerosas tabernas, frecuentadas por la hez de la población, se había cometido un asesinato. Un individuo, que debía de ser comerciante o viajante de comercio, y que se había pasado la noche de juerga, en compañía de dos descamisados y una prostituta, llamada Tanka, la Manos blancas, había sido hallado por la mañana, estrangulado y robado, en una huerta.

    Una semana después, Tanka y los dos descamisados fueron detenidos y se confesaron autores del asesinato.

    Kolosov se encargó de la defensa de Tanka. En la cárcel, adonde fué a verla, le esperaba una grata sorpresa. Tanka, o Tania, como él empezó en seguida a llamarla, era una muchachita muy linda, modesta, tímida, vestida y peinada de un modo nada llamativo. Debido quizá a que el aislamiento había borrado de su faz los vestigios de su vergonzoso oficio, o bien tal vez porque el dolor la había humanizado y ennoblecido, lo cierto era que la joven no parecía una de aquellas criaturas despreciables de que él había oído hablar. Sólo su voz, un poco ronca, denunciaba su mala vida, sus noches de libertinaje y embriaguez.

    Kolosov se convenció en seguida de su inocencia. La había perdido el miedo, el miedo de un ser humano colocado en lo ínfimo de la escala social, humillado por todos los que están sobre él. Todos eran más fuertes que la sinventura, y se creían con derecho a ultrajarla: el amante, cruel, siempre dispuesto a darle una paliza; el policía, cuyo presuntuoso autoritarismo la aterrorizaba; los que compraban sus caricias.

    Oyendo sus palabras, llenas de cólera; viéndola temblar de indignación, llameantes los ojos, el abogado comprendió que era capaz de defenderse. No de otra suerte se defiende una bestezuela panza arriba, prestos los dientes a clavarse en la mano que intenta asirla y más digna de lástima, en su furia aparente—toda terror y dolor—, que si lanzase desesperados gritos.

    Llorando y casi sin ninguna esperanza de que la creyesen, Tania contó cómo se había cometido el asesinato. Al pasar ella y los tres hombres, luego de copear en casi todas las tabernas del barrio, por una huerta solitaria, Iván Gorochkin, su amante, y Vasily Jovotiev se lanzaron sobre el desconocido y empezaron a estrangularle.

    —¡Qué horror el mío, señor! «¡Asesinos», les grité; pero Iván me amenazó con matarme, y siguieron apretándole el cuello al desgraciado, que comenzó a hipar. «¡Asesinos!», repetí, acercándome a ellos, dispuesta a agarrarles de las muñecas. El bandido de Iván, entonces, me dió una patada en el vientre y me dijo: «¡Cuidado, no hagamos lo mismo contigo!» Yo, aterrorizada, eché a correr y, sin saber cómo, pues ni miraba por dónde iba, llegué a casa de la Marfucha. Había perdido el chal... Me acosté...

    Al día siguiente, Tania le reprochó a su amante el crimen; pero Iván Gorochkin le asestó un par de puñetazos, y hora y media después la joven cantaba y lloraba a la vez, bebiendo vodka comprado con dinero del muerto.

    Kolosov le hizo dos nuevas visitas a la procesada, pareciéndole más difícil, después de cada una de ellas, su defensa. ¿Qué podría, en efecto, decir ante el tribunal como abogado de la joven? Tendría que hablar de la injusticia y de la vileza sociales, de la terrible e incesante lucha por la vida, de los ayes de los vencidos sobre la ensangrentada arena del campo de batalla. ¿Pero acaso se le podía hacer sentir todo el horror de tales ayes a quien no los había oído nunca, a quien la sordera del corazón le impedía oírlos?

    Se había pasado la noche preparando la defensa. Al principio había trabajado con gran premiosidad; mas después de tomarse unas cuantas tazas de café muy cargado y fumarse ocho o diez cigarrillos, sus ideas dispersas habían empezado a sistematizarse. Más sobreexcitado a cada instante, animado por el hallazgo de numerosas expresiones felices y bellas, había conseguido, al cabo, delinear un discurso lleno de fuerza y, al menos para él, convincente. Disipado el miedo que Tania le había contagiado, se había acostado, apuntando ya el día, seguro de sí y de su triunfo.

    Pero aquella mañana, a causa de la larga noche de vigilia, se había levantado con la cabeza dolorida y como vacía. Algunas frases aisladas de su discurso, anotadas en un papel, le habían parecido artificiosas y demasiado retumbantes. «Quizá en el momento decisivo—habíase dicho—se me avive el seso y me vuelvan los ánimos.» Y se había ido a ver a Tania. La profunda apatía que se revelaba en su voz y en su actitud le había sorprendido desagradablemente.

    —No deje usted, Tania, de decir ante el tribunal cuanto me ha dicho a mí, y dígalo en el mismo tono, con el mismo calor con que a mí me lo ha dicho. ¿Sabe?

    —Sí, señor, sí...

    La docilidad de esta respuesta no había esperanzado mucho a Kolosov: se adivinaba en ella el terror aplanante que dominaba a la joven.

    Comenzó la vista.

    Cuando se abrió la puerta que comunicaba el coxredor con el sitio destinado a los acusados, separado por una verja del resto del estrado, y entraron Gorochkin, Jobotiev y Tania, el público, a quien la larga espera comenzaba a aburrir, se animó. Se oyó el ruido de las espuelas de los gendarmes que escoltaban a los acusados; se vieron brillar sus sables, y el drama empezó. Los murmullos y la ligera agitación que turbaron el silencio de la sala denotaban que el público cambiaba impresiones. Las fisonomías vulgares de Gorochkin y de Jobotiev provocaron comentarios poco halagüeños. No así la de Tania, que produjo buena impresión: la joven era, por su aspecto, digna heroína de un drama.

    Cuándo les hizo el presidente las preguntas de rúbrica a los acusados, Tania contestó a la relativa a su oficio:

    —Prostituta.

    Esta palabra, pronunciada ante numerosos hombres y mujeres de la buena sociedad, contentos de sí mismos, sonó como un tañido fúnebre, como un terrible reproche de un muerto a los vivos. Pero ninguna cabeza se bajó, ningunos ojos miraron al suelo. Al, contrario; la curiosidad que se pintaba en todos los rostros se avivó: la acusada empezaba bien.

    El primero que declaró fué Gorochkin, un buen mozo, moreno, rufianesco, engreído. Hablaba lentamente y de un modo redicho, con cierto aire de superioridad indulgente sobre cuantos le rodeaban.

    Según su declaración, el crimen había sido cometido por los tres acusados. El y Tania hablan sujetado a la víctima, y Jobotiev le había estrangulado.

    Jobotiev, un hombre sin personalidad alguna, repitió ce por be la declaración de su compinche, y sólo se apartó de ella en lo referente al reparto del dinero robado. Ni la perspectiva del presidio podía hacerle olvidar que Gorochkin se había adjudicado la parte del león.

    Le llegó su turno a Tania.

    Kolosov esperaba su declaración con el alma en un hilo. Y cuando oyó sus primeras palabras se dijo: «¿Dónde están la energía y el acento de sinceridad con que me convenció a mí de su inocencia, y que eran sus únicas armas?»

    La joven hablaba prolija y desmañadamente, deteniéndose en la exposición de detalles sin importancia; empleaba un lenguaje soez, y cuanto más empeño ponía en convencer al tribunal y al Jurado de que ella no había tenido participación en el crimen, más mentirosas parecían sus afirmaciones y más se acentuaba la prevención del auditorio en contra suya.

    «¡Mejor sería que callara!», pensaba, indignado, Kolosov, para quien cada nota falsa en la vez de Tania era como un alfilerazo. No miraba al público ni a los Jurados; pero todo su ser sentía crecer en la sala la desconfianza y la hostilidad.

    —Si no tuvo usted participación en el crimen, ¿por qué les dijo usted a la Policía y al Juez de instrucción que la había tenido?—le preguntó a Tania el presidente.

    La joven vaciló un instante y repuso que la Policía le había arrancado aquella confesión pegándola. Se adivinaba en tal respuesta una burda mentira. Kolosov, apretando los dientes de cólera, bajó la cabeza, para no ver las sonrisas irónicas del auditorio. El sabía mejor que nadie que aquello no era cierto; pues, de serlo, su defendida se lo hubiera contado. ¿Pero cómo hubiera ella podido explicarles a aquellos señores el terror que le había inspirado, sólo con la mirada, el oficial de

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