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Ánima Sola
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Libro electrónico94 páginas1 hora

Ánima Sola

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Información de este libro electrónico

Antonio Rodríguez, un guatemalteco que ha vivido la mayor parte de su vida en España, regresa a su país natal para cobrar una oportuna herencia que lo salva de la penuria. Sin embargo, mientras se va adaptando de una manera hedonista e irresponsable a una Guatemala que nunca conoció, también, poco a poco, se va adentrando en los dominios de una antigua y enigmática figura, con un grupo de seguidores que le rinden culto realizando acciones tan incomprensibles como sombrías. La insania, lo oculto, los pecados y la bajeza humana parecen confabularse para mermar la suerte y la cordura de Antonio, creándole situaciones que al parecer le quieren demostrar que no se necesita estar muerto para quedar atrapado en un purgatorio. ¡El purgatorio del Ánima Sola!

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 dic 2016
ISBN9781370592388
Ánima Sola

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    3/5
    muy buena obra pero tiene un error en donde dice que el lavado estaba lleno de agua y tenía un cable para provocar un apagón... ahí dice lavabo. por lo demás muy buena obra...

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Ánima Sola - Lester Padilla

Capítulo 1

Para algunos el purgatorio es un punto medio entre el cielo y el infierno, un sitio de purificación y expiación, un limbo en el que prevalece la soledad y la incertidumbre, donde no queda más que esperar y eso es quizá lo que lo convierte en el peor lugar para estar. Para mí el purgatorio es un fuego interior. Descubrí que tal cosa se originó en mis adentros, si no es que yacía allí desde mucho tiempo atrás, cuando me vine a vivir a Guatemala, país en el que espero morir pronto. 

Recapitulando mi vida, enfatizando en mis desgracias, creo que caí en la cuenta de que estaba en el purgatorio la primera vez que fui partícipe de una de las tantas festividades de mi país en las que veneran a la muerte. Sí, una de esas innumerables celebraciones que me hacen pensar que la ignorancia siempre ha sido, a través de la historia, la más poderosa de todas las magias. 

Mi nombre es Antonio Rodríguez, y aunque he vivido la mayor parte de mi vida en España, específicamente en Burgos, nací en Guatemala.  Tuve que regresar a mi país natal para salvarme de la inanición. Allí mi tía Soila acababa de morir y en su testamento, de acuerdo a un abogado guatemalteco que se había puesto en contacto conmigo, yo figuraba como uno de los principales herederos. 

Desterrado por la pobreza me subí al avión y miré por última vez la tierra en la que había crecido, con algo de resentimiento, como si la misma tuviera la culpa de mis frustraciones y postergaciones. A estas alturas de mi vida no puedo asegurar, ahora que ya me he acostumbrado a la desdicha, que me arrepiento de haberme ido. Todo lo que alguna vez fui se quedó atrás. 

El viaje de tercera clase lo sentí como si hubiese atravesado un agujero de gusano que me transportó a otra época.  Cuando me bajé del avión, en el aeropuerto de la capital guatemalteca, el impacto del calor tropical combinado con la humedad se me antojaron como una bofetada en el rostro. De inmediato experimenté dificultades para respirar.  Al entrar al edificio me sentí observado por miles de miradas indescifrables de mis paisanos, como si estuvieran evaluando cada uno de mis movimientos.  Los únicos que me saludaron con un patoso «Hi!» fueron unos americanos ilusos, a los que aquí se les llama «gringos», de seguro porque me creyeron su compatriota nada más por mi apariencia.  Al menos logré estabilizar mi respiración gracias al aire acondicionado, pero no me imaginaba que el lugar al que me dirigía era mucho más cálido, como una sucursal del infierno. Aquel recibimiento extraño y adverso de inmediato me infundió deseos de pirarme de regreso a Burgos, fue como si una fuerza maligna que me había estado buscando por años finalmente me hubiese encontrado. 

Cuando vi un letrero con mi nombre en las manos de un tipo rechoncho, calvo, de unos sesenta años, con un bigote que parecía una brocha y ataviado con pantalones de mezclilla y una camisa a cuadros de manga larga, sentí algo similar a un alivio. Era el abogado, Miguel Carranza, que a pesar de su aspecto tosco resultó ser un hombre cordial y respetuoso, al punto que al saludarme con un «buenos días», luego de que yo lo hice con un simple «hola», me hizo sentir como un maleducado. 

Cuatro horas en coche, más una hora que nos detuvimos en una fonda algo sórdida para almorzar un guiso a base de trozos de cabeza de cerdo (animal al que curiosamente llaman «coche»), conocido como revolcado, fueron necesarias para llegar al municipio cabecera del departamento en el que nacieron mi madre y mi tía (del que no diré el nombre por cuestiones de seguridad). En la primera etapa del viaje mi acompañante y yo apenas cruzamos palabra. Fue en la segunda cuando nuestra conversación se tornó interesante. Carranza era un tío algo entrometido, como supongo que debe ser todo buen abogado. Con una expresión de pena en su rostro y un tono afable y precavido me preguntó: 

—Discúlpeme el atrevimiento, don Antonio, pero... ¿cómo es que usted terminó en España habiendo nacido aquí?

—Verá, Carranza —respondí con serenidad—, mis padres se conocieron en Guatemala mientras ambos trabajaban en la embajada de España, como mi padre se encariñó tanto con el lugar al poco tiempo se sintió lo suficientemente seguro como para casarse con mi madre. Luego nací yo. Justo el día en que cumplí un año ocurrió una tragedia en la embajada que horrorizó tanto a mi padre que tomó la determinación de regresar a Burgos, con nosotros, apenas un par de meses después.

—¿Una tragedia dice? ¿Se refiere a la famosa irrupción de treinta guerrilleros en dicho lugar cuando todavía estaba vigente la guerra civil?

 —Esa misma, la del 31 de enero de 1980. Mi padre me contó que todo se puso color de hormiga cuando aparecieron las fuerzas de seguridad y comenzó el enfrentamiento.

—¡Virgen santa!  ¿Y ninguno de sus padres resultó herido en esa ocasión?

 —No, salieron ilesos.

 —Pues déjeme decirle que sus viejos tuvieron mucha suerte ¡Esa vez hasta hubo un incendio! Y si mal no recuerdo murieron treinta y siete personas.

—Así es.  Mi madre nunca se olvidó de esa cifra.

 —¡Bien dicen que no se sufre por lo que no se sabe!

La última expresión de Carranza por alguna razón me hizo gracia. Algo tenía ese tipo que me inspiraba confianza, era como un Caronte muy simpático que trataba de hacerte el viaje al inframundo lo más ameno posible.

Después de un par de kilómetros mi abogado me miró unos segundos con una expresión de angustia, como si tuviera más dudas, una en especial atorada en el gaznate desde mucho tiempo atrás y que en ese momento, sabiendo que me tenía a la par para resolvérsela, luchaba por salir.

 —Y dígame, don Antonio, si se puede saber, ¿por qué cree que su tía, la finísima doña Soila, decidió dejarle la mayor parte de su herencia, tomando en cuenta la gran distancia que siempre los separó y que usted, que yo sepa, no es su único pariente vivo?

—Bueno, cuando nos fuimos a vivir a España mi madre perdió el contacto con todos sus familiares guatemaltecos exceptuando su hermana menor, mi tía Soila. Creo que ella se encariñó conmigo especialmente cuando comenzamos a chatear por Internet. Entre nosotros se formó un lazo especial que siempre nos unió, algo difícil de explicar. Según me contó mi madre, un día que mi tía me cargó en sus brazos, cuando yo apenas tenía nueve meses, la llamé «mamá», y creo que eso fue lo que le caló tan hondo como para que llegara a considerarme

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