Tras los límites de lo real: Una definición de lo fantástico
Por David Roas
4.5/5
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Tras los límites de lo real es, al mismo tiempo, un debate con los intentos precedentes de definición de lo fantástico, un paseo por su historia y una reflexión sobre su vigencia y el rumbo que ha tomado en las producciones más recientes. Pero, sobre todo, se trata de una brillante y personalísima teoría de lo fantástico con la que David Roas obtuvo el Premio Málaga de Ensayo 2011.
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Tras los límites de lo real - David Roas
David Roas
Tras los límites de lo real
Una definición de lo fantástico
David Roas, Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-581-1
© David Roas, 2011
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Ensayo 161
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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
La obra Tras los límites de lo fantastico. Una definición de lo fantástico fue galardonada con el IV Premio Málaga de ensayo concedido el 30 de junio de 2011 en la sede del Instituto Municipal del Libro de Málaga. Formaron parte del jurado Javier Gomá Lanzón, Estrella de Diego, Espido Freire, Jordi Gracia, Juan Casamayor y, con voz pero sin voto, el director del Instituto Municipal del Libro, Alfredo Taján. El fallo fue ratificado el mismo día por el Consejo Rector del Instituto Municipal del Libro.
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: [email protected]
Presentación
Las páginas que siguen son una propuesta de definición en la que trato de conjugar los diversos aspectos que, a mi entender, determinan el funcionamiento, sentido y efecto de lo fantástico, sin que esto deba entenderse como un rechazo de las diferentes concepciones aparecidas hasta la fecha. Lo que aquí expongo, desde el debate (y la deuda) con las definiciones precedentes, es mi propia teoría de lo fantástico, que concibe dicha categoría como un discurso en relación intertextual constante con ese otro discurso que es la realidad, entendida siempre como una construcción cultural.
Para exponer esta definición, he seleccionado cuatro conceptos centrales que permiten dibujar con bastante claridad el mapa de ese territorio que llamamos lo fantástico: la realidad, lo imposible, el miedo y el lenguaje. Cuatro conceptos que recorren las cuestiones y problemas esenciales que articulan toda reflexión teórica sobre lo fantástico: su necesaria relación con la idea de lo real (y, por tanto, de lo posible y lo imposible), sus límites (y las formas que allí habitan, como lo maravilloso, el realismo mágico o lo grotesco), sus efectos emocionales y psicológicos sobre el receptor, y la transgresión que supone para el lenguaje la voluntad de expresar lo que, por definición, es inexpresable, pues está más allá de lo pensable. En el examen de dichos conceptos he recurrido a múltiples perspectivas, que se interrelacionan de manera evidente: desde la teoría de la literatura y el comparatismo a la lingüística, pasando por la filosofía, la ciencia y la cibercultura.
Asimismo, la idea de lo fantástico que aquí propongo tiene que ver más con una categoría estética que con un concepto circunscrito a los estrechos límites y convenciones de un género. Por ello, si bien la mayor parte de los ejemplos aquí convocados son literarios y fílmicos, esta concepción de lo fantástico como categoría estética permite ofrecer una definición de carácter multidisciplinar, válida tanto para la literatura y el cine como para el teatro, el cómic, los videojuegos y cualquier otra forma artística que refleje el conflicto entre lo real y lo imposible caracterizador de lo fantástico.
El análisis de esos cuatro conceptos centrales se complementa con la reflexión sobre la vigencia y sentido de lo fantástico en la Posmodernidad expuesta en el quinto y último capítulo del libro, en el cual, como forma de corroborar dicha vigencia, examino también la obra de algunos autores españoles nacidos entre 1960 y 1975 con el fin de establecer una poética de lo fantástico actual.
1
La realidad
Hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.
Jorge Luis Borges, «Avatares de la tortuga»
La Realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece.
Philip K. Dick
Un hombre recibe la visita de un vendedor de Biblias. Entre las diversas obras que este le ofrece hay una diferente a todas los demás: un libro infinito. Aunque su apariencia es normal (tiene cubiertas, lomo, hojas), los variados experimentos a los que el protagonista lo somete constatan esa imposible dimensión infinita. Por ello, tras examinarlo, el protagonista concluye: «Esto no puede ser», a lo que el vendedor de Biblias, que ya preveía esa reacción (porque él también piensa lo mismo), contesta de un modo lacónico: «No puede ser, pero es». Dentro de la idea de lo real que comparten los personajes del cuento, la existencia de un libro infinito es imposible: como dice el protagonista, «Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad». El problema es que, pese a todo, el libro está ahí. Una presencia imposible que también se impone al lector real, que ve cuestionada su propia idea de realidad. Su propio mundo.
En esta escena de su relato «El libro de arena», Borges identifica magistralmente la esencia de toda narración fantástica: la confrontación problemática entre lo real y lo imposible. Ese «No puede ser, pero es» que destruye las convicciones del personaje y del receptor acerca de lo que se considera como real. Individuos desdoblados, tiempos y espacios simultáneos, monstruos, rupturas de la causalidad, fusión de sueño y vigilia, disolución de los límites entre la realidad y la ficción, objetos imposibles... los motivos que componen el universo fantástico son expresiones de una voluntad subversiva que, ante todo, busca transgredir esa razón homogeneizadora que organiza nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.
En el prólogo a su libro Cuentos de los días raros, José María Merino, uno de los grandes maestros españoles de lo fantástico, afirma que «Frente al sentimiento avasallador de aparente y común normalidad que esta sociedad nos quiere imponer, la literatura debe hacer la crónica de la extrañeza. Porque en nuestra existencia, ni desde lo ontológico ni desde lo circunstancial hay nada que no sea raro. Queremos acostumbrarnos a las rutinas más cómodas para olvidar esa rareza, esa extrañeza que es el signo verdadero de nuestra condición¹». Y lo fantástico es un camino perfecto para revelar tal extrañeza, para contemplar la realidad desde un ángulo de visión insólito. Porque el relato fantástico sustituye la familiaridad por lo extraño, nos sitúa inicialmente en un mundo cotidiano, normal (el nuestro), que inmediatamente es asaltado por un fenómeno imposible –y, como tal, incomprensible– que subvierte los códigos –las certezas– que hemos diseñado para percibir y comprender la realidad. En definitiva, destruye nuestra concepción de lo real y nos instala en la inestabilidad y, por ello, en la absoluta inquietud.
Para comprender las implicaciones de esa confrontación entre lo real y lo imposible, es necesario empezar por examinar qué idea de realidad estamos manejando. Porque lo fantástico va a depender siempre, por contraste, de lo que consideremos como real.
Una realidad (aparentemente) estable y objetiva
La literatura fantástica nació en un universo newtoniano, mecanicista, concebido como una máquina que obedecía leyes lógicas y que, por ello, era susceptible de explicación racional. El Racionalismo del siglo Xviii había convertido a la razón en la única vía de comprensión del mundo.
Hasta ese momento habían convivido sin demasiados problemas tres explicaciones de lo real: la ciencia, la religión y la superstición. Fantasmas, milagros, duendes y demás fenómenos sobrenaturales eran parte de la concepción de lo real. Eran extraordinarios, pero no imposibles.
Si bien en el siglo Xvi el importante desarrollo de la mentalidad científica ya había empezando a poner en duda ciertas explicaciones mágicas y supersticiosas de la realidad (la ciencia, como afirma Pilar Alonso, vino a «desencantar» el mundo), ello no impidió la proliferación de obras que –combinando ciencia y religión– tenían por objeto atestiguar la existencia efectiva de numerosas manifestaciones de lo sobrenatural y extraordinario. Así, los fenómenos recogidos en los libros de prodigios, en las misceláneas y en los tratados de demonología aceptaban sin dudarlo la existencia efectiva de tales fenómenos. Pese al importante desarrollo científico, podemos decir que la relación de credulidad respecto a lo sobrenatural fue la dominante hasta la época de la Ilustración.
Pero en el siglo Xviii la relación con lo sobrenatural cambió radicalmente. La razón se convirtió en el paradigma explicativo fundamental, lo que se tradujo en una separación entre razón y fe, dos perspectivas que, como he dicho, hasta ese momento funcionaban integradas o, por lo menos, no se excluían entre sí. A partir de entonces, en lo que se refiere a la materia religiosa el individuo tendrá libertad de creer o no creer, pero en materia de conocimiento dominará la razón (aunque ello no se traducirá en una reivindicación del ateísmo), que se convierte en el discurso hegemónico que determina los modelos de explicación y representación del mundo.
Así, el nuevo paradigma del mecanicismo deviene la herramienta fundamental para comprender la realidad: «El universo se concibe como una serie de elementos cuyas relaciones pueden ser formalizadas por leyes geométricas o matemáticas, al modo de cualquier máquina; unas leyes que existen en la naturaleza porque Dios así lo ha querido y a través de cuyo conocimiento es posible ver el mundo como una obra llena de belleza y armonía que nos habla de la existencia de Dios sin necesidad de exégesis bíblica o revelación alguna²» .
Ese rechazo de lo sobrenatural se tradujo también en la condena de su uso literario y estético. Las preceptivas ilustradas de la segunda mitad del siglo xviii enarbolaron los conceptos de verosimilitud y mímesis como armas fundamentales para desterrar la presencia de lo sobrenatural y lo maravilloso de los textos literarios por su falta de verdad, por su inverosimilitud. Lo que la razón no podía explicar era imposible y, por lo tanto, mentira, y no tenía lugar en la narrativa de la época, orientada fundamentalmente hacia el didactismo y la moralidad. Esa concepción «realista» de la verosimilitud y de la mímesis traducía en cierto modo uno de los cambios fundamentales que se habían producido en los intereses estéticos dieciochescos: el descubrimiento de la sociedad como materia literaria. La novela del siglo xviii cambió su objeto de imitación para centrarse en la realidad que circundaba al hombre, y encontró su razón de ser en la expresión de lo cotidiano.
¿Cómo pudo surgir la literatura fantástica en un ámbito aparentemente tan poco idóneo? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que si bien el desarrollo del racionalismo eliminó la creencia en lo sobrenatural, ello no supuso la desaparición de la emoción que producía como encarnación estética del miedo a la muerte y a lo desconocido (un sentido de lo sobrenatural ajeno al que exploraba, por ejemplo, el cuento de hadas). Una célebre frase de Madame du Deffand acerca de la existencia de los fantasmas resume perfectamente esta idea: «No creo en ellos, pero me dan miedo». La emoción de lo sobrenatural, expulsada de la vida, encontró refugio en la literatura.
Ese nuevo interés estético coincide (y no por casualidad) con el desarrollo del gusto por lo horrendo y lo terrible, una nueva sensibilidad –lo sublime– que tomaba el horror como fuente de deleite y de belleza. Basta recordar que en los primeros años del siglo xviii se divulga el De Sublime del Pseudo-Longino a través de los comentarios de Boileau (que lo había traducido en 1674) y de Bouhours. La categoría de lo sublime abarca lo extraordinario, lo maravilloso y lo sorprendente, lo que no forma parte del sistema establecido en las cánones de belleza neoclásicos, y se traduce en un sentimiento de terror, una de las pasiones más elevadas (como ya destacara Aristóteles). Así, ya a principios de siglo, Joseph Addison, en Los placeres de la imaginación (1712), estudia las nociones de lo bello, lo sublime y lo pintoresco, advirtiendo cómo el placer estético puede surgir también de lo desproporcionado, lo grande o lo extraño. Resulta muy iluminadora su reflexión sobre lo terrorífico cuando plantea la posibilidad de sentir placer ante un objeto terrible si estamos seguros de no recibir daño alguno. Ideas que Edmund Burke desarrollará más tarde en su ensayo Indagación filosófica sobre el origen de las ideas acerca de lo sublime y lo bello (1759); como señala Franzini³ , «la ausencia de un peligro real
genera un placer negativo
que Burke llama deleite
(delight). Lo infinito impone, en efecto, una sensación sublime porque llena el ánimo de un horror delicioso
: el deleite se acrecienta, por tanto, cuanto más pánico
es suscitado en el intelecto, actuando también de modo directo sobre la sensibilidad. Se culmina así una suerte de fenomenología
de lo negativo y lo oscuro». Kant también exploró tales aspectos en su tratado Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764; reelaborado después en su Crítica del juicio, 1790). Asimismo, en ese período se publican diversos tratados que analizan la estética de lo horrendo y lo terrible, como el de Anna Laetitia Aikin y John Aikin, On the Pleasure derived from Objects of Terror (1773), o el de Nathan Drake, On Objects of Terror (1798). Signo evidente de cómo en el seno mismo de la Ilustración empezaban a desarrollarse nuevas ideas y gustos estéticos que el Romanticismo hará suyos: lo onírico, lo visionario, lo sentimental, lo macabro, lo terrorífico, lo nocturno...
En su reivindicación de lo racional, el Siglo de las