Infierno nevado
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Celio Rufo es un veterano de la Legión, antiguo escribano en las tropas de Pompeyo el Grande. Pero Celio es sombra de lo que una vez fue: vive en un estado de terror permanente y la locura se agazapa a pocos pasos de él. Atrapado entre el deseo de olvidar y la necesidad de contar lo que pasó en Hispania, su vida es un laberinto sin salida... hasta que encuentra a otro veterano de la Legión, otro superviviente de los hechos atroces que presenció y empieza por fin a recordar y narrar lo que recuerda.
Así es como sabremos lo que ocurrió en el invierno del año 75 antes de Cristo en Hispania en un descanso en la lucha contra el rebelde Sertorio y conoceremos la historia del tribuno Arranes, un hombre atrapado entre su lealtad a Roma y su origen vascón. A través de la memoria de Celio asistiremos a la misión que emprende Arranes a lo más recóndito de las montañas, donde él y sus hombres encontrarán un terror ancestral y primigenio que se agazapa en lo más profundo del bosque nevado.
Ismael Martínez Biurrun
Es uno de los autores más reconocidos del nuevo género fantástico español. Publicó Infierno nevado, su primera novela que ahora reedita Sportula, en 2006. A esa le seguirían Rojo alma, negro sombra (2008), Mujer abrazada a un cuervo (2010), El escondite de Grisha (2011) y Un minuto antes de la oscuridad (2014). Con clara predilección por la fantasía oscura y el terror (es miembro de NOCTE, la asociación española de escritores de terror), ha sido finalista en dos ocasiones del premio Ignotus y lo ha ganado una vez. Entre sus otros galardones se encuentran el Premio Celsisus y el Nocte. También ha participado en diversas antologías de relatos.
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Infierno nevado - Ismael Martínez Biurrun
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CONTENIDO
Proemio
I El Fuerte de Olcairun
II La Quinta Cohorte
III El Bosque de Mari
IV Urkullu
V En las Puertas de la Oscuridad
Epílogo
Nota del autor
Carta de H. P. Lovecraft a Donald Wandrei
Mapa (paso del Pírineo occidental)
Sobre el autor
Sportula
PROEMIO
Durante doce años he vivido en paz al abrigo de mi locura. Doce años desde que los soldados encontraron mi cuerpo magullado en aquella cañada nevada del Summo Pirineo, con los dedos de los pies ya más negros que lívidos y los ojos abiertos con la expresión ausente de los muertos. ¿Por qué no me dejaron allí? ¿Acaso les pedí que me resucitaran? Malditos, malditos sean para siempre los que me salvaron cuando ya acariciaba la cálida oscuridad de la no existencia. ¿Cómo no iba a enloquecer? Cuando el alma de un hombre ha quebrado de espanto y ya no soporta ni la sola contemplación de su memoria, la locura se convierte en la única opción sensata para sobrevivir, si es que puede llamarse vida a la persistencia de un cuerpo sin espíritu.
Soy sincero al decir que no simulé mis ataques, ni exageré al levantar mi voz cuando los médicos griegos me acosaban con sus preguntas. Nunca he tenido madera de histrión —aunque todos me reconocían una sensibilidad especial que ahora me mortifica—, pero confieso que la demencia me embriagaba muy placenteramente. Cuanto más me alejaba de mí y de mis recuerdos más cerca estaba de encontrar soportable mi vida; la tranquilidad solo podía hallarla en la inconsciencia absoluta.
Así pues acepté mi condición de loco con algún entusiasmo, aunque mi trastorno no era tal como para desconocer el siniestro destino que la gloriosa Roma depara a enfermos como yo. Por eso abusé de la protección de mi padre hasta que murió y tuve que abandonar la casa familiar de Capua, por no quedarme al amparo de mis abyectos hermanos. De él me quedó una exigua asignación con la que todavía pago este cochambroso cenáculo en lo más oscuro del Aventino. ¡Qué sórdidas habrían sido mis noches aquí sin la compañía de Ennio! Ay, pero su hermosura y sus poemas nada podrían consolarme en esta noche de insomnio... No, mejor que no vuelva esta noche a casa, o él también me tomará por loco.
Os digo que Roma me acogió con su cara más miserable, y por un tiempo tuve la impresión de que mi demencia encajaba maravillosamente con la frenética locura de la ciudad hasta hacerme pasar desapercibido. Pero en más de una ocasión he caído invocando el nombre de Pompeyo en la calle, en las termas o en el foro, cuando las burlas y los empujones de algún ciudadano poco avisado herían demasiado mi orgullo. «¡Soy Lucio Celio Rufo, veterano de Hispania!», gritaba, y ya nadie se arriesgaba a tocarme por temor a que mis palabras fueran ciertas. Así protegía mi alma moribunda de la humillación, sí, pero cada vez que me parapetaba tras la gloria de mi pasado legionario, siquiera por un fugaz instante, todo el cuerpo se me cobraba un tributo en forma de estremecimiento helado que me sacudía entero, y me entraban ganas incontenibles de gritar y correr como un lunático, huyendo de mi propia sombra hasta que el cansancio me obsequiara con un desvanecimiento. Así alimenté mi propia fama de perturbado hasta convencerme a mí mismo de que lo estaba, y no siento rubor al reconocer que fue entonces cuando encontré la paz que andaba buscando. Domestiqué mis visiones de muerte como simples ocurrencias de loco y a mis recuerdos llamé fantasías sin sentido; incluso mis horribles pesadillas parecían conjurarse con una sola caricia de Ennio. Doce años...
Ahora, a la luz de este candil y en el silencio de la noche, siento que todo este tiempo el horror ha permanecido agazapado en el fondo de mi memoria, como un murciélago dormido en una recóndita grieta que espera al crepúsculo para desplegar sus alas. ¿No escucháis su aleteo ahora? Si hasta hoy no he sido un loco mañana lo seré sin duda, suponiendo que sobreviva a esta noche. ¿Y por qué estoy escribiendo? Debe ser un puro acto reflejo, quizá para amortiguar mi ansiedad, ya que la única persona que podría creerme ha muerto hace unas horas. ¡Qué larga puede hacerse una noche! Será el miedo a más noches como esta lo que me impulsa a escribir mi sentencia de muerte, porque de ninguna otra forma se puede llamar a esta carta. Si los agentes de Pompeyo no me encuentran yo mismo iré a buscarles al amanecer; subiré al foro y contaré a los ciudadanos qué fue de la Quinta Cohorte de Olcairun. Les hablaré de la nieve, de los tambores en la noche, de la cueva sin fondo... Y les hablaré del hombre más bravo que ha pisado nunca el suelo de Roma, Arranes el vascón. Hablaré y puede que se rían de mí hasta que algún encapuchado se acerque y haga callar mi garganta con la espada. Entonces sabrán que no mentía.
Pero eso será mañana. Ahora es momento de empapar mi pluma en tinta y tomar aliento para convertir en palabras los recuerdos que hierven en mi cabeza. Empezar siempre da vértigo cuando la empresa es larga y promete dolor, pero el amanecer está cerca y no me queda tiempo para vacilar. Os contaré mi historia tal y como vive en mi memoria, remendando con la imaginación los agujeros que hayan podido horadar en ella el tiempo y la senectud, que no la locura. Pues todo en esta historia es tan cierto como que acaba de aullar un perro bajo este mismo balcón.
Y no hay otro modo de empezarla que por el hombre cuya vida ha sido sacrificada por mi culpa, por el simple hecho de tropezarme con él y reconocerle, cuando ambos habíamos encomendado nuestra supervivencia al dios del olvido.
No han pasado ni seis horas.
Cuando el sol se está ocultando por detrás del Palatino y las calles empiezan a vaciarse suena cada día la campana de los baños de la Puerta Querquetulana. No son unos baños grandes ni fastuosos, y su uso diurno ha quedado restringido para mujeres desde hace tiempo, pero son los únicos que al anochecer vuelven a abrir sus puertas para los mutilados del ejército. ¡Así trata Roma a los que llevan su historia gloriosa escrita en la piel! Como engendros tienen que esperar a la oscuridad para que los sensibles ojos del ciudadano no se escandalicen de su desnuda tullidez, ¡necios ingratos! Así, a la hora duodécima se forma un esperpéntico desfile de sombras contrahechas que renquean por las callejuelas más oscuras hacia los baños, una dolorosa procesión de almas ansiosas por recuperar su dignidad a base de vapores y restregaduras. Algunos privilegiados tienen un esclavo sobre el que apoyarse mientras alumbra su paso con la antorcha, pero los de auténtica fortuna disponen de baños propios y nunca se les ve mezclarse con la escoria.
Mi caso es particular. Solía frecuentar las termas del centro con naturalidad, puesto que nada hay desagradable en mi cuerpo fuera de una prematura marchitez y el vacío que dejaron mis cuatro dedos del pie izquierdo, muertos de frío en el corazón del Pirineo; pero una tarde algo debió hacerme perder la cabeza y estallé en gritos provocando gran alboroto. De inmediato me echaron a patadas y prohibieron mi entrada en adelante tomándome por demente peligroso. ¡Si ellos hubieran visto lo que vi yo, aleteando en el fondo de la piscina!...
Al cabo de las noches acostumbré mi mirada a todo tipo de mutilaciones espantosas y pude empezar a disfrutar de mis baños en las termas de los veteranos casi como si estuviera solo. Después de todo nunca nos juntábamos más de dos docenas por noche, y moviéndome con cuidado podía terminar mi aseo sin haberme rozado con ninguno de ellos. Pero anoche me llevé una gran sorpresa.
Acudí algo más tarde que de costumbre, habiéndome entretenido en alguna lectura, pero confiado en que las lluvias de la tarde hubieran disuadido del baño a los más inválidos. Al doblar la última esquina me topé con una silenciosa multitud que colapsaba la entrada de las termas; cien, ciento cincuenta veteranos bien vestidos y la mitad de esclavos sosteniendo antorchas a su lado, esperando serenamente el aviso de la campana.
—¿Qué pasa? ¿Quiénes son? —pregunté a un cojo habitual que reconocí a mi lado.
—Pompeyo ha licenciado a su ejército —confió en un susurro.
Había oído hablar de los éxitos del general en Oriente y de los increíbles tesoros que traían sus barcos, pero ahora mis ojos podían atestiguar esos triunfos en los ornamentos relucientes de sus veteranos: brazaletes de oro, togas de chillones colores y collares abigarrados de regiones remotas... Una pomposidad demasiado inapropiada para el baño pero imprescindible para marcar las diferencias con los demás tullidos, aunque los miembros cercenados fueran igualmente feos bajo el manto o la ausencia de brazos obligara a un pliegue virtuoso de dicha prenda sobre los hombros.
¡El ejército de Pompeyo!, me excité súbitamente. ¿Quedaría alguien de... ? No, no, mejor no pensarlo siquiera. Agaché la cabeza y cuando sonó la campana esperé a que todos entraran por delante de mí, incapaz de enfrentarme a las miradas de aquellos hombres. Tentado estuve incluso de regresar corriendo a mi casa para sumergirme de nuevo en mis lecturas griegas, y ahogar en ellas la visión de aquellos soldados antes de que desatara la furia evocadora de mi memoria. Pero ya era tarde, y una inconsciente curiosidad me arrastraba tras ellos como un remolino hacia el fondo del río, sin dejarme opción a la resistencia.
Los vestuarios se quedaban estrechos para tanto bañista y estaban tenuemente iluminados como el resto de las instalaciones, por lo que desvestirse resultó un proceso harto incómodo para los pompeyanos a pesar de la ayuda de sus esclavos. No escuché sin embargo una protesta ni una mala palabra salir de sus bocas, como si el sentimiento de miseria les fuera más soportable en silencio. Los bañistas habituales nos despojamos con mayor rapidez de nuestras sencillas túnicas y fuimos los primeros en enfilar hacia los sudatorios. Pronto se formó corrillo en una esquina y me acerqué para escuchar sus animados murmullos, mientras nuestros cuerpos se calentaban con los vapores.
—¿Habéis visto qué aires se dan? —decía uno.
—¡Parece que van a un banquete! —reía el otro.
—Hasta los héroes tienen que venir a bañarse aquí. ¿Qué va a ser de Roma? —reflexionaba un tercero.
Cuando los veteranos comenzaron a entrar todas las voces se callaron y el golpeteo de las muletas contra el suelo de terracota adquirió un eco siniestro en la bóveda del caldario. Noté alguna mirada posarse en mi cuerpo, sin duda intrigada —y diría que ofendida— por su aparente integridad, e instintivamente reculé hasta un recoveco oscuro. La sola idea de que uno preguntara mi nombre me llenaba de terror, e incluso ideé mentiras para responder si eso sucedía; de nuevo mi pasado en la Legión regresaba para sojuzgarme.
Desde mi escondite observé a los legionarios durante largo rato, y aunque la penumbra no me permitía distinguir los rostros creí notar en todos ellos una misma expresión de amargura y rabia contenida. Algunos mandaron a sus esclavos frotar su espalda con las estrígilas, pero o bien la impericia de los siervos o bien el sentimiento de invalidez terminaban por irritarlos y pronto exigían que parasen.
Fue cuando un grupo se levantó para cruzar hacia el tepidario que mi mirada se fijó en un hombre robusto y barbado que caminaba con cierta majestad entre los demás. Me costó distinguir la amputación en su brazo derecho, a la altura del codo, y por buscar su tara no tuve tiempo de escrutar su rostro; pero algo misterioso en él había llamado poderosamente mi atención, y me levanté para andar tras él.
Pocos se atrevían a zambullirse en la piscina del frigidario, no tanto por la gelidez del agua —que era considerable tras las lluvias vespertinas— como por el miedo a trastabillar y quedar en el líquido a merced de sus mermados miembros; así que se sentaban en silencio sobre el mismo borde, sumidos en sus pensamientos miserables, hasta que el tiritar de su cuerpo se hacía incontenible y decidían marcharse a por sus ropas. Pero el hombre de barba negra no dudó en descender los escalones de la piscina y sumergirse en ella hasta el cuello, sin un solo gesto de vacilación ni un sutil escalofrío, y con la impasible solemnidad de un Neptuno comenzó a atravesarla caminando.
Demasiado tarde para la luz del sol y pronto para la de la luna, mis ojos tuvieron que bastarse con las teas de las paredes para distinguir el perfil de aquel hombre en el agua. ¿Por qué me producía tanta inquietud ese manco? ¿Acaso lo había conocido en mis tiempos de escribano? ¿Era un veterano de Hispania como yo? Me acerqué unos pasos hacia él cuando salió por el otro extremo de la piscina, embargado por el secreto que se ocultaba en aquel rostro barbudo. ¡Las barbas, claro, eso era lo que no encajaba! Más cerca, y bajo el parpadeo de un hachón cercano, traté de imaginar su rostro anguloso sin la tupida mata que lo escondía. Tanto debía pesar mi mirada que el hombre se volvió de súbito hacia donde yo estaba, y sus ojos claros se clavaron en los míos con desconfianza. Entonces le reconocí.
—¿Fi... Filipo? —tartamudeé, estremecido.
El legionario dio un paso y por un momento pensé que me iba a golpear, pero simplemente escudriñó mi rostro y preguntó con voz profunda, casi desafiante:
—¿Quién pregunta por él?
—Soy yo... —me llevé la mano al pecho, y noté el latido furibundo de mi corazón al hablar—. Celio Rufo.
Una niebla de desconcierto enturbió su expresión durante un instante, como si tuviera que bucear mil pies en su memoria para encontrar sentido a mi nombre. De pronto su rostro mudó, y como si un demonio lo hubiera vaciado de alma sus ojos se ensombrecieron y su aplomo viril dio paso a un temblor inseguro en sus piernas. Trastabilló hacia atrás y estuvo a punto de dar con el suelo, sin quitarme la mirada como quien no puede apartar sus ojos de una aparición.
—Filipo... —lo llamé sin alzar la voz, y di un paso hacia él para sujetarlo, pero se sacudió mis dedos de encima como si quemaran y balbució entrecortadamente:
—No... te equivocas. Déjame.
Me dio la espalda para apresurarse hacia los vestuarios, con la cabeza gacha y el paso atropellado de un ladrón sorprendido en la noche. ¡Era él y me había reconocido, ya no podía dudarlo! ¿Qué mejor prueba que aquellas prisas para huir de mí con solo saber mi nombre, tal que de un mensajero del mismísimo Hades?
No quise gritar por no armar alboroto, pero lo seguí discretamente con intención de no dejarlo escapar. Temí que si lo perdía entonces ya nunca volvería a verlo; ¡o quizás él me buscase una noche para degollarme! Tenía que hablar con Filipo antes de que tuviera tiempo para comprender el peligro que le suponía mi existencia.
En los vestuarios se apretujaban los más prestos en terminar y los más rezagados en llegar, veteranos borrachines que miraban a los pompeyanos con ojos como platos mientras se desnudaban. Divisé a Filipo haciéndose vestir por un esclavo fornido y melenudo en la otra esquina de la sala. No era el momento. Busqué mi túnica y mis sandalias entre el rebujo de ropas y me apresuré a colocármelas sin dejar de vigilar los movimientos de Filipo. Nuestros ojos se encontraron dos veces, pero él los apartó con urgencia temiendo un gesto mío.
En cuanto lo vi cruzar las puertas acompañado por su esclavo salí tras él, sabedor de que unos metros de ventaja podían bastarle para escabullirse de mí en las sombrías callejuelas de Roma. Tuve que abrirme paso a empellones para poner el pie en la calzada, justo a tiempo de ver el fulgor de su antorcha perdiéndose tras una esquina. Corrí a su encuentro, y esta vez no dudé en gritar:
—¡Filipo! ¡Legionario Cayo Filipo!
Había empezado a llover de nuevo y el ímpetu de mi carrera me hizo resbalar sobre el barro cuando quise torcer la calle. Al alzar la vista del suelo me encontré con el filo curvo de una larga cimitarra ante mi rostro.
—Centurión Filipo —corrigió la voz profunda que sostenía el sable en la oscuridad. Cuando el esclavo nórdico se acercó con la antorcha y pude ver los dientes apretados de Filipo pensé que había llegado la hora de mi muerte, pero el afilado metal permaneció allí quieto un instante, salpicando gotas de lluvia en mis mejillas, y luego se apartó. Sin duda Filipo sintió conmiseración de mi patética vulnerabilidad, tirado e inerme en el barro—. ¿Por qué me sigues?
—¿No te acuerdas de mí? Soy Celio Rufo, el escribano.
—Ese nombre no me dice nada —mintió, devolviendo el sable a su sirviente.
Pensé con rapidez, y le reté:
—¿Cómo perdiste el brazo?
—Un pirata me lo segó de un hachazo antes de que yo le rajara el cuello con la otra mano —respondió con el cansado aplomo de una historia contada mil veces.
—Mientes —repliqué envalentonado—. Lo perdiste mucho tiempo antes, en Hispania.
—Estás loco. —Rió y volvió a darme la espalda para marcharse, pero de nuevo sentí que lo había hecho temblar por dentro. Me incorporé del barro para gritarle mientras se alejaba calle arriba:
—¡Sí, eso dicen todos! —Me carcajeé como un demente—. ¡Y será verdad, pues nadie más ha oído hablar de ningún tribuno llamado Arranes ni de ningún Pueblo Antiguo en las montañas del Pirineo!
Filipo se detuvo en seco. Ya no necesité gritar para mantener su atención prendida de mis palabras:
—Cuántas veces he lamentado no tener una señal en mi cuerpo para atestiguar la veracidad de mis palabras, una raja en el pecho o un brazo segado que me demostrara cada mañana que no fue un sueño lo sucedido en aquella gruta de pasadizos infinitos… Aunque quizás habría terminado inventando una historia más conveniente para evitar las burlas y engañarme a mí mismo, ¿verdad, Filipo?
El veterano se giró, su miedo súbitamente transfigurado en ira, y regresó junto mí en cuatro zancadas. Agarró mi túnica con su musculoso brazo izquierdo y me zarandeó como un saco escupiéndome al rostro:
—¿Acaso no crees que he luchado contra los piratas cilicios y más allá de Chipre, en las tierras de Oriente? ¿No sabes que era temido entre mis propios soldados por ser el centurión más sanguinario de la Legión? —Me mostró su brazalete con inscripciones—. ¿Por qué crees que llevo esto en mi puño? ¡El mismo Pompeyo el Grande me lo dio por mi coraje y mi crueldad en la batalla!
Una voz senil protestó desde una ventana por el griterío y Filipo me soltó, arrojándome de nuevo al lodo.
—¡Por supuesto! —recuperé mi voz, aún más seguro—. Así como yo amordacé mi memoria con locura, tú has ahogado la tuya en sangre de bárbaros, convirtiéndote en un asesino. Pero sigues siendo el mismo Filipo que conocí en Hispania, y los dos somos pruebas andantes de lo que ocurrió allí aunque nuestras bocas no digan más que mentiras.
La silueta de Filipo se alzaba ominosa sobre mí como una sombra ciclópea a punto de devorarme, pero intuí una vacilación en su silencio. Su espíritu era después de todo tan vulnerable como el mío.
—Tú lo has dicho —habló al fin, pausadamente—: soy un asesino. Y si vuelvo a verte o me entero de que has ido contando historias por ahí te buscaré para matarte con mis propias manos.
Y dicho esto regresó junto a su esclavo para desaparecer calle arriba, sin mirar atrás.
¡Como si me importara algo morir a estas alturas! La muerte para mí era ya más una esperanza de paz eterna que una amenaza innombrable, y este mismo desapego a la vida, que no la lealtad a ningún gran general, era sin duda el que había convertido a Filipo en el más temerario de los guerreros. ¿Cómo pudo subestimar tanto mi desesperación y darme la espalda? ¿No vio en mis ojos que jamás lo dejaría marchar, porque hablar con él ya se había convertido en lo único con algún sentido que me quedaba por hacer?
Esta vez lo seguí de bien lejos, asegurándome de que no me sintiera detrás. Recorrió unas callejuelas embarradas siguiendo el paso firme de su esclavo pendiente arriba y pronto se detuvo ante el zaguán de un pequeño edificio del Esquilino. Recuerdo que al verlo entrar pensé desde mi escondite en las sombras en cuán desagradecido había sido Pompeyo con aquel soldado después de todo, concediéndole una miserable casa —aunque una planta baja, no un elevado cenáculo como el mío— en las tripas de Roma en lugar de una generosa posesión de tierras en los dominios. Quizás el general prefería mantener cerca a sus veteranos más fieles por lo que pudiera suceder, o quizás Filipo había elegido venir a Roma para acallar sus pesadillas en el estruendo de la ciudad, como yo hice.
Aguardé largo rato allí de pie, dejando que la lluvia terminara de empapar mi túnica y cada rincón de mi piel, hasta que la luz de la lámpara pareció extinguirse dentro de la casa. Entonces conté hasta cuarenta y luego hacia atrás, dando tiempo para que el sueño se hiciera con el esclavo. Ignoraba si Filipo habría vuelto a encontrar alguna placidez en el dormir desde Hispania —¿soñando quizá con bárbaros ensartados y decapitados?—, pero sin duda aquella noche le costaría hallarla. No obstante me bastaba con sorprenderlo con la guardia baja…
Con la única luz de la luna me llegué hasta su ventana y comprobé que no estaba atrancada. Entorné la hoja de madera lo suficiente para poder deslizar mi cuerpo en el interior, silencioso y con la cabeza por delante como una serpiente. Tal como suponía, el mostrenco esclavo dormía en aquella sala sobre el mismo suelo, mientras que Filipo disponía de un dormitorio al resguardo de los ruidos y el frío más adentro. Apenas podía distinguir el bulto informe de aquel hombre en el suelo y si no hubiera roncado pesadamente no habría sabido en qué extremo se encontraba su cabeza. El infeliz estaba a mi merced.
No os he dicho que todo este tiempo llevaba una daga oculta bajo mi túnica, para que no pensarais que mis manos están acostumbradas a empuñarla y a derramar sangre con naturalidad. Mas si conocéis Roma no debe extrañaros que un desgraciado como yo vaya armado cuando pasea solo por la noche; más de una vez los borrachos me han dejado desnudo en mitad de la calle, por no tener un arma con que disuadirlos.
Y allí estaba yo, tiritando de frío y con mi daga temblorosa sobre el cuello de la gigantesca mole, dispuesto a darle muerte en sueño como a un indefenso cordero… Cuando una voz musitó a mi espalda:
—No lo hagas.
Di un respingo tan violento que la daga se escurrió de mi mano sobre el pecho del esclavo, y me volví para ver a Filipo sosteniendo una lámpara de aceite en el umbral de su dormitorio. No iba armado ni se abalanzó hacia mí; al contrario, parecía sumido en una extraña laxitud.
—Es un buen esclavo —continuó sosegadamente—; y mi único amigo en Roma. Además, tú no eres un asesino. —Resopló una risa—. Te cortaría en seis pedazos antes de que le afeitaras un pelo. Ven conmigo y déjale que sueñe con la libertad hasta el amanecer.
Filipo volvió a entrar en su dormitorio y yo lo seguí, sintiéndome muy ridículo. Ni siquiera me atreví a recoger el puñal del pecho del esclavo, que se inflaba y desinflaba como un fuelle, totalmente ajeno a nuestro trasiego. Aparté la piel que hacía las veces de puerta y encontré a Filipo reclinado en su espartano lecho junto a un artilugio de cristal que al principio no reconocí. Un humo aromatizado flotaba en la estancia, como de hierbas embriagantes, y comprendí su procedencia cuando Filipo se llevó a los labios —con notable mérito, pues lo manipulaba con el mismo brazo que lo mantenía incorporado— una cánula emboquillada para aspirar de la cazoleta burbujeante; se trataba de una suerte de pipa gigante, con toda probabilidad traída de Oriente.
—¿Quieres? —me ofreció—. Nunca habrás probado nada igual.
Tal era su expresión de plácido abandono al exhalar el humo que no pude resistir su invitación, a pesar de que siempre me he mantenido lejos de los opiáceos por considerar que mi locura ya me proporcionaba suficiente evasión de la realidad. Me recliné en la cama de al lado, cabeza con cabeza, y tomé la boquilla de su mano para fumar.
Una cálida nube inundó mis pulmones y me esforcé por mantenerla allí un tiempo, sintiendo el efecto de las exóticas hierbas filtrarse en mis músculos, adormeciéndolos. ¡Cómo lo necesitaba!
—Estás mojado —observó Filipo, inesperadamente preocupado por mi bienestar—. ¿Quieres ropa seca?
—El frío que tengo está más adentro de mi piel.
El manco asintió juiciosamente y dejó que le diera de fumar acercando su boca a mi mano. Por su embriaguez deduje que lo había estado haciendo todo el tiempo que yo esperaba bajo la lluvia. Tras exhalar el humo muy despacio volvió sus ojos hacia los míos y con una infinita tristeza me preguntó:
—¿Por qué sobrevivimos, Celio?
Un estremecimiento hizo que estuviera a punto de caérseme la boquilla de los dedos. Pero, ¿por qué me asustaba ahora? ¿No había seguido a Filipo para que me ayudara a desenterrar y conjurar los fantasmas del pasado?
—No lo sé —respondí, luchando para que los ojos no se me llenaran de lágrimas—. Me lo he preguntado cientos de veces y aún no lo sé. A veces pienso que debería haberme quitado la vida en el mismo momento que desperté en la nieve, y sin embargo aquí estoy doce años después. Lo que queda de mí, un loco que no sirve mas que para la compasión, cuando no la burla.
Filipo bajó su mirada hacia la lámpara de aceite, en el suelo, como si en su llama pudiera ver palpitar las imágenes de su memoria.
—Lo recuerdo todo como si fuera ayer —masculló, apretando los dientes—. Ni con el sufrimiento y el ardor de todas estas guerras he conseguido borrar uno solo de los momentos que pasamos aquellos días. En cada batalla, en cada escaramuza he deseado secretamente que una espada enemiga atravesara mi pecho y pusiera fin a mis pesadillas, pero los dioses han sido crueles conmigo haciéndome invencible.
—Querido Filipo, no sabes qué bien te entiendo.
—Cuando te he reconocido en los baños… —continuó sin levantar la cabeza—. He sentido el impulso de lanzarme sobre ti y vengar en tu carne todo mi dolor... Y al mismo tiempo... una luz se ha hecho en mi alma, como si una esperanza se abriera para mí, aunque me da miedo solo intuirla... ¿Cómo explicarlo?... Tal vez seamos en verdad dos locos.
Alzó el rostro de nuevo y pude ver la profundidad de su terror en los ojos.
—¡No! —grité, incorporándome en el catre—. ¡Yo he sentido lo mismo! Es la esperanza de recuperar nuestra alma, Filipo, la que perdimos en aquella cueva. Solo entonces podremos encontrar la paz... Aunque sea la paz para morir.
Vi un