“Richard Nixon creó la Agencia de Protección Ambiental”, le aclaró el tipo vestido con traje y corbata a su compañero que estaba en la barra junto a mí. Estaba en lo correcto y también muy acorde con el lugar: a una cuadra de la Casa Blanca, en Old Ebbitt Grill, la taberna más antigua de Washington, D.C. Entré para una cena tardía de filete con papas fritas en mi primera noche en la capital de Estados Unidos. Escuchar por casualidad a cabilderos y funcionarios abotonados que sueltan minucias políticas es justo lo que imaginé que sucedería en un restaurante con paredes de madera y manteles blancos, donde cabezas disecadas de animales con cuernos adornan las paredes. Aquí, los lugareños toman copas de bourbon y hablan sobre su deporte favorito: la política.
Este es el Washington retratado en programas de televisión y películas; un lugar de puros, carnes rojas, whisky y acuerdos secretos. Esas cosas aún son parte del tejido de esta ciudad de casi 700 000 habitantes, en especial los tratos confidenciales, y pertenecen a un Distrito de Columbia de arterias endurecidas que se diluyen enseguida. En la última década, la antigua capital del crimen estadounidense ha desarrollado otros gustos. Una nueva generación de habitantes de Washington ha creado una ciudad floreciente que está mejor que nunca, llena de nuevas cervecerías, destilerías y chefs inmigrantes que revolucionan la escena gastronómica.
En un intento por darle algún sentido a esto, visito a Al Goldberg, quien fundó Mess Hall en 2014 como una “incubadora” para ayudar a los emprendedores de alimentos a lanzar sus negocios. Es el lugar donde comenzaron muchos restaurantes ahora establecidos. Cuando le pregunto a Al sobre su ciudad natal durante la última década, responde mi pregunta con otra: “¿Quieres la respuesta que todos te van a dar o